martes, 10 de noviembre de 2020

Buenos días, tristeza

Hoy le pido prestadas las palabras del título a la escritora francesa Françoise Sagan (1935-2004). Las utilizó para su conocida novela Bonjour tristesse, que Otto Preminger llevó al cine en 1958. Muchas personas comienzan su jornada con un saludo semejante. Algún amigo de Facebook lo ha confesado abiertamente en su cuenta: “Después de muchos meses de sube-baja, he de confesar que me ha podido la tristeza. No me da vergüenza reconocerlo, incluso intentando siempre presumir de ver las cosas, no sin esfuerzo, desde su mejor punto de vista”. Una amiga ha compartido conmigo sentimientos parecidos a través del correo electrónico. Me parece un gran signo de libertad – y, por tanto, de madurez – eso de “no me da vergüenza reconocerlo”. Se nos habla tanto de que debemos estar alegres, de que los cristianos somos testigos de una “buena noticia”, que a veces no nos atrevemos a reconocer que también la tristeza llama con los nudillos a la puerta de nuestra casa. No perdemos nuestra identidad por llamar a las cosas por su nombre. Estar tristes de vez en cuando es un canto a la vida real. Confesarlo sin temor es un acto de humildad y valentía.

¿Qué significa estar triste? Solemos asociar este adjetivo a términos como afligido, apesadumbrado, melancólico… En cada uno de nosotros la tristeza adquiere un matiz peculiar. Hay tristezas dolorosas (por ejemplo, las que se producen cuando muere alguien querido) y tristezas suaves (que se asemejan más bien a la melancolía o a la nostalgia). En cualquier caso, la tristeza nos va robando las ganas de vivir, de levantarnos cada mañana con un propósito, de ver el lado bueno de las personas y de relacionarnos con ellas de manera positiva. Nos volvemos hoscos y huraños, dimitimos de nuestras responsabilidades o las llevamos a cabo con desgana, nos dejamos dominar por la frustración, la ansiedad y la impaciencia. Tendemos a ver el mundo a través del cristal oscuro de nuestro abatimiento y perdemos la ilusión de hacer algo nuevo. Es como si todo lo que nos rodea languideciera en una especie de permanente otoño existencial. Las personas cercanas no saben cómo tratarnos. Oscilan entre el respeto silencioso y las invitaciones a alegrar la cara. Si la tristeza se vuelve crónica, acaba envolviendo a quienes viven con nosotros. Hay personas a las que estos sentimientos se les despiertan a medida que se acerca el invierno y los días acortan. Es como si la falta de luz solar se tradujera en una falta de energía personal. A los motivos habituales se añade este año la persistente pandemia, que lentamente nos desertiza el alma.

Desconfío de cualquier método que prometa ayudarnos a superar la tristeza a base de no sé que melifluos ejercicios de autoestima. No se hunde el mundo por experimentar de vez en cuando la otra cara de la vida. Entre otras cosas, porque eso nos hace más empáticos con las personas que parecen habitar siempre en ella. E incluso nos permite orar desde el fondo de la tribulación, como también lo hizo Jesús. Abundan los salmos para situaciones de tristeza: “Mírame, oh Dios, y ten piedad de mí, | que estoy solo y afligido. Ensancha mi corazón oprimido | y sácame de mis tribulaciones” (Sal 25,16). Siempre me ha gustado la fuerza del salmo 102 para momentos más angustiosos: “Señor, escucha mi oración, | que mi grito llegue hasta ti; no me escondas tu rostro | el día de la desgracia. | Inclina tu oído hacia mí; | cuando te invoco, | escúchame enseguida. Que mis días se desvanecen como humo, | mis huesos queman como brasas; mi corazón está agostado como hierba, | me olvido de comer mi pan; con la violencia de mis quejidos, | se me pega la piel a los huesos. Estoy como lechuza en la estepa, | como búho entre ruinas; estoy desvelado, gimiendo, | como pájaro sin pareja en el tejado (Sal 102,3-8). La última comparación – “como pájaro sin pareja en el tejado” – me parece de una belleza conmovedora. Es la expresión misma de la tristeza solitaria.

La tristeza está a menudo vinculada a la soledad. Cuando tenemos la impresión de que no le importamos a nadie, o cuando nos hemos empeñado en alejarnos de las personas que nos quieren, entonces la tristeza se apodera de nosotros como amiga indeseada. Su genealogía es incierta. Hay un himno litúrgico que pone palabras a esta ignorancia: “No sé de dónde brota la tristeza que tengo. / Mi dolor se arrodilla, como el tronco de un sauce, / sobre el agua del tiempo, por donde voy y vengo, / casi fuera de madre, derramado en el cauce”. El mismo himno nos sugiere el camino de regreso a casa: “Con el último rezo de un niño que se duerme / y, con la voz nublada de sueño y de pureza, / se vuelve hacia el silencio, yo quisiera volverme / hacia ti, y en tus manos desmayar mi cabeza”. Hay veces que lo único que podemos hacer cuando la tristeza nos visita es desmayar nuestra cabeza en Sus manos



3 comentarios:

  1. ¡Gracias Gonzalo! Has apalabrado de manera extraordinaria una experiencia ordinaria muy difícil de explicar.

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  2. Hoy he vivido en una mujer llena de problemas muy graves lo que escribes: “Hay veces que lo único que podemos hacer cuando la tristeza nos visita es desmayar nuestra cabeza en Sus manos.” Ella decía: por la noche, miro arriba, levanto las manos y le digo a Dios, dame la mano que no puedo más, y luego, me duermo tranquila… Aquí es donde he observado que se daba este “desmayar su cabeza en manos de Dios”

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