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viernes, 13 de noviembre de 2020

¿Has vivido con esa persona?

De visita, todos somos guapos”. La frase se repite cada vez que queremos mostrar la distancia (a veces, el abismo) que hay entre la imagen pública y la vida privada de las personas. El asunto nos afecta a todos en alguna medida, pero se hace más notorio en los personajes famosos. Con frecuencia, nos enteramos de que una persona a la que admiramos (por ejemplo, un político, un escritor, un artista o incluso un sacerdote) no es, en realidad, como aparenta ser. A veces, es una persona violenta en su casa, se evade de los problemas a base de alcohol y otras drogas o sencillamente cultiva un narcisismo que echa para atrás. Abundan las biografìas “no autorizadas” que cuentan con pelos y señales la intrahistoria poco ejemplar de algunos famosos. 

Pero no hace falta llegar a los extremos que saltan a los periódicos o a esas biografías no autorizadas. Podemos ver algo parecido en el seno de nuestras familias y comunidades. Personas que en el ámbito laboral son simpáticas, abiertas y locuaces pueden volverse herméticas e inescrutables apenas traspasan el umbral de su casa. Esto desconcierta a quienes viven con ellas y tienen que compartir muchas horas al día. Los contrastes afectan a una amplia gama de actitudes y conductas, no solo al mayor o menor grado de comunicación. Tienen que ver con el respeto o el abuso, la transparencia o el engaño, la generosidad o el egoísmo, etc. Por eso, en el ámbito de la vida religiosa, he escuchado en varias ocasiones una frase que puede resultar punzante. Cuando se ensalza mucho a un religioso o una religiosa que tienen éxito en su tarea pastoral, social o académica, que concitan la simpatía de la gente y acumulan muchas opiniones laudatorias (incluyendo un abultado número de seguidores y amigos en las redes sociales), siempre hay alguien de su comunidad que lanza una pregunta “micidiale” (letal), como se dice en italiano: “¿Tú has vivido con esa persona?”. La pregunta pretende abrirnos los ojos, hacernos caer en la cuenta de que no siempre lo que ve el público coincide con lo que ven quienes viven con ese hermano o hermana.

Uno puede aparecer honrado, fuerte y resolutivo dando una clase o predicando una homilía y luego venirse abajo o comportarse de manera miserable cuando está en casa o con su comunidad. Puede tener detalles de amabilidad con sus colegas de trabajo o sus amigos y luego no dirigir la palabra a quienes viven con él (o con ella). Si es religioso, puede incluso hablar con elocuencia de la importancia y belleza de la vida comunitaria, de su fundamento trinitario, de su proyección escatológica y hasta del sursum corda y luego pasar olímpicamente de la comunidad concreta a la que pertenece. En otras palabras, uno puede amar a la humanidad (en general) y desentenderse de sus hermanos (en particular). Algo semejante sucede en las familias. Hay hombres alcohólicos que maltratan a su esposa y a sus hijos y que, sin embargo, tienen un gran predicamento entre sus amigos (o amigotes), los cuales, aunque barruntan algo, no son testigos de sus arrebatos violentos o prefieren mirar para otro lado. Hay mujeres que desbordan simpatía en las relaciones sociales y que luego, en casa, hacen la vida imposible a su marido y sus hijos con arranques de celos o continuas fiscalizaciones. 

Hay otra frase que viene del ambiente cortesano: “Nadie es grande para su ayudante de cámara”. Es una forma de decir que quienes viven con nosotros, quienes comparten casa, comidas, economía, tiempo libre, etc. nos conocen no solo en nuestros momentos brillantes, sino también en nuestros momentos oscuros, en nuestras flaquezas y debilidades, en nuestras contradicciones. Cada unidad de convivencia (familia, comunidad, etc.) es una especie de laboratorio en el que cada día testamos la verdad de nuestras actitudes y conductas. Tendríamos que estar muy agradecidos porque quienes viven con nosotros son quienes más pueden ayudarnos a crecer si sabemos adoptar una actitud sana y constructiva.

El amor de nuestros familiares o compañeros de comunidad no se basa tanto en la admiración (como suele suceder con quienes conocen solo algunos aspectos de nuestra vida), cuanto en la aceptación incondicional de nuestro verdadero yo. Cuando somos capaces de aceptar a una persona de la que conocemos sus zonas oscuras y sus incoherencias, entonces empezamos a entender qué significa el amor de verdad. Por eso, aunque con mucha frecuencia la familia o la comunidad puedan ser lugares que nos atosigan, que recortan nuestras alas y que no siempre nos valoran como somos, en realidad constituyen espacios de verdad, escuelas de respeto y tolerancia, trampolines que nos lanzan hacia lo mejor de nosotros mismos. 

Cuando alguien nos pregunte “¿Tú has vivido con esa persona?”, deberíamos ser capaces de decir: “Sí, he vivido con ella, y por eso la conozco, la aprecio y la quiero”. La convivencia estrecha ni siquiera elimina la admiración, pero la somete al crisol de la vida cotidiana para evitar que naufrague en el mar de la superficialidad. Yo admiro más a las personas débiles pero auténticas que viven conmigo (que, gracias a Dios, las hay) que a las personas famosas cuya vida en buena medida desconozco y que está muy mediada (incluso mediatizada) por la imagen pública que quieren mostrar o vender. Sí, yo he vivido (y vivo) con personas que me merecen toda credibilidad y respeto precisamente porque he sido testigo de algunas de sus fragilidades. Confío en que me paguen con la misma moneda.

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