A lo largo de
toda la semana se ha hablado y escrito mucho
sobre la encíclica Fratelli tutti. Algunos ofrecen claves
de lectura; otros incluso componen
canciones basadas en ella. En general, los políticos de izquierda la
han saludado como lúcida y oportuna. En la derecha hay una especie de silencio
respetuoso y quizá un desacuerdo de fondo. Cualquiera que sea nuestra postura
política, es claro que la encíclica toca asuntos que tienen que ver con nuestra
manera de entender la economía y la organización social. No es fácil prever el
recorrido de la encíclica, pero, por lo menos, ha conseguido poner sobre la
mesa los grandes temas que nos preocupan en este tiempo de pandemia. No sabemos
si saldremos de esta mejores o peores, pero lo que parece claro es que, sin
redescubrir el significado de la fraternidad, será difícil hacer frente a las
devastadoras secuelas de esta nueva crisis mundial. Mientras tanto, aumentan
las depresiones. Es como si a la tradicional melancolía del otoño, se
añadiera este año la tristeza causada por una pandemia que no termina, sino que
se recrudece en muchos países. Poco a poco, se van debilitando las fuerzas para
combatirla con serenidad.
No quisiera
escribir tanto acerca de esta situación, pero me cuesta no hacerlo después de
leer los periódicos y hablar con las personas. Lo fácil es ignorar lo que
sucede, pero eso no alivia nada. Quizá la actitud más sensata sea la de
concentrar todas las fuerzas disponibles en ayudar a quienes lo están pasando
peor desde el punto de visto sanitario, económico o emocional. Cuando nos
sentimos en baja forma, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos, a buscar un
nido confortable en el que sentirnos seguros. La reacción es comprensible,
pero, si no estamos atentos, acabamos siendo prisioneros de un “bucle
melancólico” que frena cualquier salida. Lo mejor es no pensar mucho en
nosotros mismos, abrir los ojos y ponernos al servicio de los demás. La clave
consiste en hacer aquello que nos solicitan, no lo que satisface nuestra
necesidad de “hacer algo”. No se trata de usar a los demás como terapia contra
nuestro malestar personal, sino de ayudarles en sus necesidades. El fruto gratuito será
un redescubrimiento de la esperanza.
Hay personas que
tienen un don especial para captar las necesidades de los otros. Son más
necesarias que nunca. Con su sensibilidad, pueden evitar que muchas personas se
hundan por falta de alguien que las escuche con calma. Es cierto que en
Internet se han multiplicado las iniciativas de cursos y seminarios sobre acompañamiento,
escucha, etc., pero nada puede sustituir a un encuentro cara a cara entre dos
personas. Por eso, siempre que sea posible, tenemos que hacer un esfuerzo por encontrarnos,
hablar, escucharnos, acompañarnos unos a otros. Frente a los virus que
destruyen el tejido humano (los hay mucho más peligrosos que el Covid-19), hay
actitudes y conductas que lo rehacen. La invitación del papa Francisco a la
fraternidad pasa también por un redescubrimiento del cuidado mutuo, antes de que
la soledad acabe matando el poso de humanidad que aún nos queda. Es verdad que
todos tenemos bastante con cuidar de nosotros mismos en estos tiempos frágiles,
pero eso no significa que no podamos compartir “los cinco panes y dos peces” de
nuestra pobreza personal para aliviar las necesidades de los otros. Si lo
hacemos con sencillez, Jesús se encargará de multiplicar su eficacia. No hay
correspondencia entre lo poco que podemos compartir y lo mucho que el Señor
puede hacer. Esto nos llena de confianza.
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