Llegué anteayer a Vic,
una pequeña ciudad del interior de Cataluña, cuando ya caía la noche, después
de haber aterrizado en el aeropuerto “fantasma” de Barcelona. He venido a Vic para
celebrar los 150 años de la muerte de san Antonio María Claret. Aquí se custodia
su sepulcro y aquí está la “casa madre” de los Misioneros Claretianos. Hubiera
querido escribir ayer una entrada serena sobre lo que significa para mí esta efeméride,
pero no tuve tiempo. Lo hago ahora, al caer la tarde, una vez que han terminado
ya las celebraciones.
Ayer por la noche, tuvimos una vigilia de oración
en la cripta que custodia el sepulcro del santo. Esta mañana hemos tenido un acto cultural y la
celebración de la Eucaristía,
presidida por el obispo de Vic. La pandemia nos ha obligado a reducir al mínimo
la participación de la gente. Eso mismo nos ha alentado a retransmitir por
Internet los actos principales. En pocos días hemos tenido que convertirnos en técnicos
de vídeo, sonido, iluminación y escenografía, con los comprensibles fallos y
deficiencias. La falta de medios adecuados nos ha impedido retrasmisiones más profesionales,
pero eso es lo de menos en los tiempos que vivimos. Lo de más es que un buen número
de personas de todo el mundo se han sentido unidas a nosotros. La pequeña
cripta del templo de Vic se ha ensanchado para acoger a muchos de los que vibran
con la vida y el carisma de san Antonio María Claret.
A mí me ha tocado
coordinar los actos, dar la cara en algunos de ellos y, sobre todo, estar entre
bambalinas para que todo fluyera. Hace años tal vez me hubiera preguntado si
las cosas habían salido bien, regular o mal. Ahora, lo de “salir bien o mal” me
parece un juicio muy superficial. La pregunta que me acompaña en estos días va
más al fondo: ¿Por qué hacemos estas cosas? ¿Por qué nos empeñamos en recordar algunas
efemérides ligadas a personajes que son significativos para nosotros? Nos
pasamos la vida celebrando bodas de plata, de oro, de diamante, centenarios,
etc. Es como si necesitáramos seguir manteniendo viva la llama de un fuego que,
de otra manera, correría el riesgo de extinguirse.
Hace trece años celebramos el
bicentenario del nacimiento de Claret. Para aquella ocasión escogimos el lema “Nacido para evangelizar”. Ahora, en el recuerdo de los 150 años de su muerte (o de su “pascua”,
como les gusta decir en Latinoamérica), nos hemos fijado en algunas frases que
él pronunció o escribió en los meses anteriores a su muerte; por ejemplo: “He
cumplido misión”, “Soy como una vela que arde hasta que muere”, etc. De hecho,
la vigilia que tuvimos anoche giró en torno al símbolo de la vela que arde y se
consume. Recordar a las personas queridas significa “pasar por el corazón” su
vida y sus enseñanzas. Es algo más que un festejo intrascendente. Si se toma en serio, es memoria subversiva.
Hoy he echado un
vistazo rápido a las redes sociales. Están llenas de alusiones a Claret: vídeos
cortos, canciones, estampas, frases inspiradoras, carteles, emoticones, memes… Me han llegado
felicitaciones desde todos los rincones del mundo. Los latinoamericanos y los asiáticos
son particularmente fecundos y creativos. Creo que estas muestras de admiración
y cariño le resarcen a Claret de las muchas persecuciones que tuvo en vida y
aun después de muerto. El hecho de que su sepulcro haya tenido nueve ubicaciones distintas a lo largo de estos 150 años nos da una idea de lo que significó ser “signo de contradicción”. Por eso, que
hoy se multipliquen las alabanzas me llena de alegría. A nadie le gusta ver
cómo vituperan a las personas queridas. Lo que ocurre es que solemos admirar
las obras de los santos, pero nos resistimos un poco a cultivar las raíces
que produjeron tales frutos.
De unos años a esta parte se habla mucho del Claret
pobre e itinerante que iba de pueblo en pueblo predicando misiones populares y encontrándose
con la gente. Se ensalza al Claret que en su etapa cubana se enfrentó con
algunos terratenientes, luchó contra la esclavitud y promovió varias obras
sociales. Pero a menudo se olvidan sus verdaderas motivaciones porque no
siempre conectan con lo que hoy se considera moderno, políticamente correcto o simplemente
atractivo. Dio vida a otros porque supo morir a sí mismo y dejar espacio a Dios. En tiempos en los que
el “yo” pretende ocupar el centro, es difícil ser “claretiano” en el más genuino
sentido de la palabra. El recuerdo de la muerte de un santo, perseguido y exiliado en
Francia, nos permite desempolvar una verdad que no podemos olvidar.
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