La Iglesia de
Roma celebra hoy la memoria obligatoria de san Juan Pablo II. Me ha tocado
presidir la Eucaristía matutina de mi comunidad a las 6,45. En la homilía he recordado
tres encuentros de los varios que tuve con san Juan Pablo II. El primero fue en
1982. Estudiaba yo entonces en la Universidad Gregoriana de Roma. Me inscribí
en el Congreso Teológico Internacional de Pneumatología que se organizaba en el Vaticano
con motivo del 1600 aniversario del Concilio de Constantinopla y el 1500
aniversario de Concilio de Éfeso. El tema del Congreso, celebrado del 22 al 26
de marzo, fue Credo in Spiritum Sanctum. El último día, que era viernes,
nos visitó Juan Pablo II y nos dirigió un discurso.
Al final, pudimos saludarlo personalmente. Me impresionó su figura, su voz bien
timbrada, su energía (a pesar de que casi un año antes había sufrido un
atentado que estuvo a punto de costarle la vida) y − ¿por qué no decirlo? – su distancia. Cuando te estrechaba la mano, no te miraba
a los ojos. Siempre se fijaba en el siguiente. Con mis 24 años, sentí al mismo
tiempo admiración (por sus dotes extraordinarias y su innegable carisma) y tristeza (por su aparente
frialdad). Después supe que, en realidad, era una persona cercana y aun
dicharachera en las distancias cortas, pero yo no experimenté eso en mi primer encuentro. En noviembre de ese mismo año pude haber sido ordenado sacerdote por él en Valencia, durante su primera visita pastoral a España, pero adelanté la ordenación al mes de junio por motivos académicos.
La segunda vez debió de
ser a finales de los años 80. Tuve la gracia de poder celebrar la Eucaristía
con él en su capilla privada (de hecho, lo pude hacer en varias ocasiones). Antes
de saludarlo personalmente y de intercambiar algunas frases con él, permaneció varios minutos arrodillado en un reclinatorio, dando gracias a Dios.
Esta vez, su figura atlética en actitud de profunda oración me conmovió. Casi
podría decir que desprendía un aura de santidad. Me pareció un hombre de Dios,
totalmente engolfado en el misterio divino. Cuando le dije que trabajaba en el
campo de la formación, me dijo: “Così giovane?” (¿Tan joven?). En otros
momentos en que pude verlo presidiendo algunas ceremonias en el Vaticano o en
diferentes lugares, me dio la misma impresión. Parecía que no estaba en este mundo.
Su manera de creer y de orar era contagiosa. Quizá por eso emanaba de él un fuerte
magnetismo que atraía a muchos. Recuerdo que una vez, viajando de Roma a
Hong Kong, compartí el vuelo con un muchacho siciliano que me confesó abiertamente
que él seguía creyendo en Dios gracias al testimonio de Juan Pablo II, con quien
se había encontrado en la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Tor Vergata, Roma. Otros
muchos jóvenes podrían decir algo parecido. Juan Pablo II sabía conectar con las búsquedas y
anhelos de las nuevas generaciones. Estaba convencido de que Jesucristo es el verdadero “redentor”
(palabra que hoy apenas se usa) del ser humano. De hecho, su primera encíclica (1979) se tituló Redemptor hominis (Redentor del hombre). Por eso, repetía con tanta
frecuencia, casi gritando: “¡No tengáis miedo, abridle las puertas a Cristo!;
más aún, ¡abrídselas de par en par!”.
La última vez
que me encontré con él fue el 8 de septiembre de 2003, año y medio antes de su
muerte. Fue en su residencia estival de Castelgandolfo. Estaba ya muy enfermo. El
párkinson había hecho estragos en su antes robusta salud. De hecho, no pudo
leer el discurso que había preparado para los participantes en el XXIII
Capítulo General de los Claretianos. Pude saludarlo con cariño. Me pareció un abuelo frágil. Tuve la
impresión de que podía morir en cualquier momento. Entendí aquel beso como una
despedida. Sabía que estaba ante un santo, aunque todavía no estuviera
canonizado. Los meses que siguieron hasta su muerte, acaecida el 2 de abril de
2005, fueron un continuo sufrimiento. El mismo que había imitado al Jesús que
con voz enérgica anunciaba el Evangelio por todo el mundo, lo imitaba ahora en
su oración en Getsemaní y en su sufrimiento en la cruz. Pocas veces ha acudido
tanta gente a Roma como el día de su funeral. Muchas personas de todo el mundo
vieron en él a un hermano y un padre en tiempos de gran confusión. Es cierto
que no faltaban detractores que lo acusaban de arrastrar actitudes de un ambiente anticomunista
(como si uno pudiera escoger el lugar de nacimiento), de ser muy conservador (lo que no me parece cierto), de
haber querido liquidar la teología de la liberación, de no controlar la curia romana,
de arropar a personas moralmente repugnantes (como Marcial Maciel) y de otras muchas
cosas. La historia se encargará de aclarar asuntos que todavía hoy son confusos
y, en su caso, de dilucidar responsabilidades. Pero me parece que, en medio de
esas tormentas, él supo siempre guiarse por la brújula de Jesús y por la
estrella de la mañana, María, su gran amor. Un santo no es un hombre sin defectos,
sino una persona que sabe ponerse en manos de Dios y dejarse conducir por él.
San Juan Pablo II, ruega por nosotros. ¡Ayúdanos a seguir creyendo en Jesucristo como Redentor de los seres humanos, como centro del cosmos y de la historia!
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