Hace poco más de dos años, concretamente el 6 de marzo de 2018, escribí en este Rincón una entrada sobre La belleza de las cicatrices. En ella aludía a la famosa técnica
japonesa del kintsugi, que consiste
en reparar las fracturas que se producen en un objeto de cerámica roto usando
un tipo de barniz o resina espolvoreados con oro. Las piezas no se tiran, se ajustan de nuevo sin borrar ni disimular las huellas de la rotura. En realidad, más que una
simple técnica reparadora de objetos, es toda una filosofía, una forma de mostrar
y afrontar con esperanza las cicatrices producidas por las heridas de la vida.
Creo que en el futuro inmediato tendremos que echar mano de esta sabiduría japonesa para restañar con el oro de la fe las cicatrices que se están produciendo en nuestras almas durante estos tiempos duros de pandemia. Las personas que están perdiendo a sus seres queridos sin poder acompañarlos en el hospital y sin poder celebrar su funeral van a quedar marcadas para siempre. Algo dentro de ellas se ha roto. Lo mismo puede decirse de quienes han vivido horas de angustia confinados en sus casas o atados a un respirador artificial. Quizá también se ha roto algo dentro de los médicos y el personal sanitario que han tenido que dejar morir a algunos de sus pacientes por no disponer de recursos o que se han visto obligados a optar por unos excluyendo a algunos. Las heridas pueden provenir de la impotencia y la rabia que muchos familiares están sintiendo al no poder hacerse cargo de sus padres o abuelos ancianos.
Creo que en el futuro inmediato tendremos que echar mano de esta sabiduría japonesa para restañar con el oro de la fe las cicatrices que se están produciendo en nuestras almas durante estos tiempos duros de pandemia. Las personas que están perdiendo a sus seres queridos sin poder acompañarlos en el hospital y sin poder celebrar su funeral van a quedar marcadas para siempre. Algo dentro de ellas se ha roto. Lo mismo puede decirse de quienes han vivido horas de angustia confinados en sus casas o atados a un respirador artificial. Quizá también se ha roto algo dentro de los médicos y el personal sanitario que han tenido que dejar morir a algunos de sus pacientes por no disponer de recursos o que se han visto obligados a optar por unos excluyendo a algunos. Las heridas pueden provenir de la impotencia y la rabia que muchos familiares están sintiendo al no poder hacerse cargo de sus padres o abuelos ancianos.
En momentos así,
la tentación que nos asalta a todos es la de esconder las piezas rotas bajo la
alfombra de una falsa tranquilidad. Aquí no ha pasado nada, olvidemos el
pasado, la vida continúa. Esconder las piezas rotas o maquillar las heridas es
la mejor manera de no lograr nunca la paz que necesitamos. Lo mejor es no tener
miedo a la realidad, asumir que la pandemia nos ha golpeado incluso por encima
de nuestras fuerzas, que tenemos el alma hecha jirones y que hemos estado a
punto de naufragar. Solo quien vive con intensidad y lucidez se hace cargo de
estas refriegas. Cada pieza rota, cada herida, es una muestra de que no nos
hemos lavado las manos (por más que las autoridades nos impulsen a hacerlo con
frecuencia), de que hemos combatido en una batalla desigual, de que hemos
vivido como seres humanos frágiles pero auténticos. Es más hermoso un rostro
con cicatrices que otro inmaculado por las capas de maquillaje; es decir, de
mentira y cobardía. Nos va a llevar tiempo hacer un balance de muestras
cicatrices, poner nombre a nuestras horas de incertidumbre, tomar conciencia
del tsunami emocional que nos está
sacudiendo durante estas semanas extrañas. Lo más fácil sería disimularlo con
un brochazo de humor o con un silencio lúgubre que obliga a nuestras heridas a
un segundo confinamiento emocional tras el padecido durante el estado de
alarma (y casi de excepción). Es mejor reconocer con humildad que la
vida real también es fea a veces.
Aunque nos exija
mucho coraje, tiempo y paciencia, lo mejor es recoger cada pieza rota,
limpiarla con delicadeza, acariciarla con cariño y ensamblarla en el conjunto mediante
la resina dorada de la compasión, el perdón, la fe y la esperanza. Podemos seguir
viviendo si somos capaces de unir las piezas rotas, aunque se vean las grietas
cubiertas de misericordia. El oro que baña nuestras cicatrices no es un
maquillaje encubridor, sino un destello de luz que les devuelve protagonismo y
vida. Parafraseando el dicho orteguiano, podríamos decir: “Yo soy yo y mis cicatrices”. En la Semana Santa ya cercana vamos a
meditar sobre unas palabras de la Escritura que parecen paradójicas, pero que
iluminan muy bien la situación que estamos viviendo: “Tus heridas nos han curado” (Is 53,5; 1Pe 2,24). Somos seguidores
de un Cristo que no ganó ningún concurso de belleza. Su cuerpo fue desfigurado
por las afrentas y torturas. No parecía ni siquiera un ser humano. Sin embargo, la liturgia de la Iglesia le canta
con el salmista: “Eres el más bello de
los hombres, en tus labios se derrama la gracia” (Sal 44,3). Sobre nuestras
heridas y cicatrices, él derrama el vino y el aceite de la misericordia para
que podamos renacer. Después de esta pandemia, todos seremos “heridos curados”.
Todos necesitaremos la terapia
reconstructiva del Espíritu de Dios que es capaz de juntar lo que está
desunido, de ensamblar las piezas rotas de nuestras vidas con la resina
dorada del amor.
Hola Gonzalo, desde que lo escribiste, hace dos años, el tema del kintsugi, lo he ido recordando y lo he utilizado varias veces para mi misma y para ayudar a otros... Pero, que diferente se lee, cuando se está viviendo con "cicatrices" profundas... Unidos en la oración para que, juntos, podamos superarlo. Muchísimas gracias por tu presencia y acompañamiento, desde el Blog. Un abrazo.
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