Me ha encantado el valiente discurso pronunciado por el escritor Javier Cercas – ateo declarado – tras recibir anteayer el Premio Francisco Cerecedo. Igual
que me ha gustado el artículo que la siempre polémica Pilar Rahola ha publicado
sobre el belén
de la alcaldesa de Barcelona. Es claro que no concuerdo con Javier Cercas en su
ateísmo ni con Pilar Rahola en su independentismo. Sin embargo, aplaudo las
opiniones que me parecen sensatas y que ayudan al diálogo social. Si algo
impide hoy la convivencia en las sociedades plurales es etiquetar a las personas,
juzgar las ideas desde las emociones o no ser capaces de examinar con
imparcialidad los asuntos. Estamos cargados de etiquetas. Dividimos a las
personas según su etnia, su ideología política, su orientación sexual, su
nivel económico, su aspecto físico… y hasta sus creencias religiosas. Hacemos
de las diferencias muros infranqueables. Por eso, crecen en nuestro suelo
hierbas malas como el racismo, la xenofobia, la homofobia, la cristianofobia y
otras muchas. ¿Cómo vamos a sentarnos a la misma mesa si, de entrada, nos
excluimos?
Si algo puede
aportar la fe cristiana al diálogo social es la superación de las fronteras que
nos separan. Para quienes creemos en Jesús, “no
hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque
todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). A veces, sin embargo, los que aceptamos esta palabra
revelada podemos ser los mismos que discriminamos a las personas que no piensan
como nosotros, pertenecen a otra etnia o hablan una lengua diferente. Con
frecuencia, las personas con un nivel de instrucción más elevado son las que
más etiquetan. Siempre encuentran razones para justificar sus juicios (y sus
prejuicios). Les parece que “su” verdad está por encima de la aceptación
incondicional del otro en cuanto ser humano. Son prisioneros de sus ideas
claras y distintas. No entienden que la verdad nos hace libres, nunca esclavos.
No hay peor defensa de la verdad que una actitud empecinada que desprecia a los
diferentes. Si Jesús fue capaz de hablar con fariseos, soldados, prostitutas, recaudadores,
leprosos, etc., ¿quiénes somos nosotros para excluir a nadie?
Los cristianos tendríamos
que entonar un enorme “mea culpa” porque en el pasado (y todavía en el
presente) no hemos sabido sacar las consecuencias del estilo de vida de Jesús y
nos hemos arrogado muchas veces la capacidad de juzgar a los demás desde
nuestra falsa concepción de “poseer” la verdad. Es cierto que creemos que Jesús es la verdad,
pero no para poseerlo como patrimonio exclusivo, sino para que él nos posea y
nos haga libres y fraternos. A mayor experiencia de verdad liberadora, mayor
flexibilidad y compasión, mayor capacidad de diálogo y empatía. En momentos tan
crispados como los que hoy vivimos en la vida social, se necesitan cristianos
con esta capacidad de ir más allá de las etiquetas, mirar a los ojos de las personas
y reconocer en todas (más allá de sus rasgos singulares) hijos e hijas de Dios.
No es fácil, pero Jesús nunca nos dijo que seguirle sería una empresa facilona.
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