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sábado, 30 de noviembre de 2019

Más allá de las etiquetas

Me ha encantado el valiente discurso pronunciado por el escritor Javier Cercas – ateo declarado – tras recibir anteayer el Premio Francisco Cerecedo. Igual que me ha gustado el artículo que la siempre polémica Pilar Rahola ha publicado sobre el belén de la alcaldesa de Barcelona. Es claro que no concuerdo con Javier Cercas en su ateísmo ni con Pilar Rahola en su independentismo. Sin embargo, aplaudo las opiniones que me parecen sensatas y que ayudan al diálogo social. Si algo impide hoy la convivencia en las sociedades plurales es etiquetar a las personas, juzgar las ideas desde las emociones o no ser capaces de examinar con imparcialidad los asuntos. Estamos cargados de etiquetas. Dividimos a las personas según su etnia, su ideología política, su orientación sexual, su nivel económico, su aspecto físico… y hasta sus creencias religiosas. Hacemos de las diferencias muros infranqueables. Por eso, crecen en nuestro suelo hierbas malas como el racismo, la xenofobia, la homofobia, la cristianofobia y otras muchas. ¿Cómo vamos a sentarnos a la misma mesa si, de entrada, nos excluimos?

Si algo puede aportar la fe cristiana al diálogo social es la superación de las fronteras que nos separan. Para quienes creemos en Jesús, “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,28). A veces, sin embargo, los que aceptamos esta palabra revelada podemos ser los mismos que discriminamos a las personas que no piensan como nosotros, pertenecen a otra etnia o hablan una lengua diferente. Con frecuencia, las personas con un nivel de instrucción más elevado son las que más etiquetan. Siempre encuentran razones para justificar sus juicios (y sus prejuicios). Les parece que “su” verdad está por encima de la aceptación incondicional del otro en cuanto ser humano. Son prisioneros de sus ideas claras y distintas. No entienden que la verdad nos hace libres, nunca esclavos. No hay peor defensa de la verdad que una actitud empecinada que desprecia a los diferentes. Si Jesús fue capaz de hablar con fariseos, soldados, prostitutas, recaudadores, leprosos, etc., ¿quiénes somos nosotros para excluir a nadie?

Los cristianos tendríamos que entonar un enorme “mea culpa” porque en el pasado (y todavía en el presente) no hemos sabido sacar las consecuencias del estilo de vida de Jesús y nos hemos arrogado muchas veces la capacidad de juzgar a los demás desde nuestra falsa concepción de “poseer” la verdad. Es cierto que creemos que Jesús es la verdad, pero no para poseerlo como patrimonio exclusivo, sino para que él nos posea y nos haga libres y fraternos. A mayor experiencia de verdad liberadora, mayor flexibilidad y compasión, mayor capacidad de diálogo y empatía. En momentos tan crispados como los que hoy vivimos en la vida social, se necesitan cristianos con esta capacidad de ir más allá de las etiquetas, mirar a los ojos de las personas y reconocer en todas (más allá de sus rasgos singulares) hijos e hijas de Dios. No es fácil, pero Jesús nunca nos dijo que seguirle sería una empresa facilona.

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