Los aficionados del Real Madrid que tienen un cierto conocimiento de la Biblia dicen que el suyo es el único equipo que aparece citado en el Nuevo Testamento. Cuando se les pide que lo demuestren, suelen esgrimir, en medio de
una sonora carcajada, el conocido texto del libro del Apocalipsis: “Estos que están vestidos de blanco,
¿quiénes son y de dónde han venido?” (Ap 7,13). Por si algún lector sabe
poco de fútbol, no está de más añadir que la primera equipación del Real Madrid
es blanca, hasta el punto de que los jugadores son conocidos como “los
merengues”. Que me disculpen mis amigos del Barça, del Atlético de Madrid
(algunos de los lectores de este Rincón son hinchas apasionados) o de otros equipos, pero era
obligado referirme al equipo blanco para entender la entrada de hoy. Sin
embargo, no voy a hablar de los “blancos” Luka Modrić, Sergio Ramos o Karim
Benzema, sino de los “blancos” Jorge Mario Bergoglio y su prima segunda, la religiosa salesiana Ana Rosa Sivori. Confieso que me ha gustado la foto en que ambos, vestidos de riguroso
blanco, caminan a la par en el aeropuerto de Bangkok. Él está a punto de
cumplir 83 años. Ella tiene 77. Lleva 54 años como misionera en
Tailandia, así que está en condiciones de traducir al tailandés lo que el papa Francisco dice en su
español con acento porteño.
En un mundo tan
cargado de sombras y páginas negras, reconforta ver a dos ancianos vestidos de
blanco que sonríen. No lo hacen porque ignoren el mal que nos rodea, sino
porque lo traspasan. Los dos conviven de cerca con muchos problemas. Tendrían
muchas razones para caminar con el rostro sombrío. Sin embargo, destilan
alegría. Tienen años suficientes como para tirar la toalla o, por lo menos,
para disfrutar de un merecido descanso. No obstante, siguen en la brecha. Y no
lo hacen a regañadientes, como quien no tiene más remedio, sino con dedicación
y buen humor. Sus vestiduras blancas –extraño símbolo en un mundo de ropa casual– nos recuerdan que todos los
creyentes en Jesús, revestidos también de la vestidura blanca de la fe recibida
en el Bautismo, somos los que venimos “de
la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre
del Cordero” (Ap 7,14). Si estos dos personajes fueran muy jóvenes, pensaríamos
que su optimismo se debe a una visión idealista de la vida que no ha pasado todavía la
prueba del realismo. Pero no, se trata de dos ancianos curtidos. Su sonrisa no
es expresión de optimismo, sino de esperanza. No confían en sus fuerzas, sino
que saben de Quién se han fiado.
Estoy convencido
de que la renovación de la Iglesia vendrá –está viniendo ya– de Asia y de África.
Las asiáticas, sobre todo, son culturas milenarias que han ido atesorando una
gran sabiduría. No son tan dualistas como las occidentales. Saben conciliar
mejor fe y ciencia, tradición y desarrollo, persona y comunidad, cielo y
tierra. No están exentas de contradicciones y fragilidades, pero, en conjunto, constituyen una
tierra fértil para que el Evangelio eche raíces. Tanto en Tailandia como en
Japón, los cristianos son una exigua pero profética minoría. Se habla de que
hacia 2050 el país con más católicos del mundo no será ya Brasil, sino China. Muchas
cosas van a cambiar en las próximas décadas. El Papa es muy consciente del
progresivo desplazamiento de la Iglesia hacia Oriente; por eso, prodiga sus
visitas. No tiene prisa en viajar a España, Francia o Alemania. El pasado puede
esperar. El futuro necesita presencia y acompañamiento. Desfilando junto a su
prima Ana Rosa por el aeropuerto de Bangkok, parece decirnos que, por muchos
signos oscuros que haya en nuestro mundo, tenemos más motivos para la esperanza
y la alegría que para la desesperación y la tristeza. ¡Lástima que, mientras los
dos ancianos sonríen, siga habiendo unos cuantos empeñados en aguarnos la
fiesta!
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