Este XXXI Domingo del Tiempo ordinario ha amanecido con lluvia en Roma. El puente ha llenado la ciudad
de turistas y peregrinos. La temperatura es suave. Todo invita a disfrutar del
otoño. ¿Todo? No todo. Cada día nos levantamos con algún sobresalto. Siguen los
escándalos en relación con las
finanzas del Vaticano, arrecian las
protestas violentas en Hong Kong y en
Cataluña continúan las reivindicaciones. Hay otros muchos focos de interés.
A veces, cuando la realidad nos desborda, cuando pensamos que ya no podemos
tolerar un exceso más, nos hace bien ver las cosas desde la perspectiva de la
primera lectura de hoy.
El autor del libro de la Sabiduría confiesa: “Señor, el mundo entero es ante ti como un
grano en la balanza, como gota de rocío mañanero sobre la tierra”. Lo que a
nosotros nos parece exorbitante no es más que un pequeño grano para Dios. Cuando
nos invade el pesimismo sobre la marcha del mundo, es útil caer en la cuenta de que “amas a todos los seres y no aborreces nada
de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado”. Cuando
sentimos la tentación de juzgar todo y a todos con rabia, el libro de la Sabiduría
nos recuerda que “tú eres indulgente con
todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida”. Estamos ante
uno de los nombres más hermosos que el Antiguo Testamento otorga a Dios. Lo
llama “amigo/amante de la vida”. Dios
no quiere la violencia o la muerte, pero es indulgente con nuestra fragilidad e inconstancia. Hay
tiempo para que podamos caer en la cuenta y reaccionemos. Por eso, como un
padre que quiere lo mejor para sus hijos, nos corrige con suavidad: “Por eso corriges poco a poco a los que
caen, los reprendes y les recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal,
crean en ti, Señor”. Dios cree en el futuro, en la posibilidad de cambiar y
empezar una vida nueva.
Esto es lo que
percibimos en la historia del encuentro entre Jesús y Zaqueo que nos presenta
hoy el Evangelio de Lucas. El relato está lleno de detalles curiosos, comenzando
por la ubicación en Jericó, la ciudad por la que empieza la conquista de la
tierra prometida, el vergel en medio del desierto de Judea. También en el desierto
de la indiferencia se pueden dar hermosas historias de encuentro con Jesús. [En el segundo vídeo os propongo una de ellas]. Me gusta
mucho cómo Lucas ha construido la de Jesús y Zaqueo. Parece que ambos se
buscan. El texto dice que Zaqueo “trataba
de ver quién era Jesús”. Su baja estatura y el gentío se lo impedían. Jesús, por su parte, “al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, date
prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa»”. Las dos iniciativas
se encuentran en la casa de un hombre público, rico por extorsiones, aislado
por pecador. También a él –como a los pobres hambrientos o desnudos– le llega
la salvación de Dios “a domicilio”. El Dios
“amante de la vida” a nadie le niega la posibilidad de cambiar y comenzar una
existencia nueva: “Hoy ha sido la
salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo
del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”. La generosidad
hacia los demás es la mejor expresión de que uno comienza a entender la vida de
otra manera.
Estoy convencido
de que hoy muchos hombres y mujeres buscan a Jesús porque anhelan otro tipo de
vida, pero se sienten “indignos” bajo el peso de experiencias negativas y dolorosas:
abortos provocados, infidelidades matrimoniales, incursiones en la droga, adicciones
sexuales, fraudes económicos, odios y resentimientos, engaños, trampas,
corrupción… Sienten que, por mucho que se suban al árbol de los buenos deseos,
Jesús va a pasar de largo, no va a querer entrar en su “indigna” casa. No conocen
cómo se las gasta Jesús. Él no ha venido a dar una palmadita en el hombro a
quienes se consideran buenos e intachables, sino “a buscar y salvar lo que estaba perdido”. El mensaje es muy claro:
hay vida más allá de nuestros errores y pecados. Siempre es posible recomenzar.
Dios no es un juez castigador que está esperándonos para cobrarnos la factura
de nuestros muchos deslices, sino un padre que nos tiene la mesa preparada para
cenar con nosotros. Puede que circulen por ahí otras imágenes indeseables de
Dios, pero la que Jesús nos presenta es nítida. ¡Ojalá los creyentes en él supiéramos
presentarla sin deformaciones! Estoy seguro de que muchos hombres y mujeres cambiarían
de vida –como Zaqueo– y experimentarían una alegría profunda que no acaban de
encontrar en medio de sus trampas y enredos, o de sus vidas confortables pero planas. Nunca es tarde si actuamos como
Zaqueo: “Él se dio prisa en bajar y lo
recibió muy contento”.
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