Muchas personas consideran que los dogmas de la Iglesia están obsoletos. Hablan de “verdades” inverificables que constriñen la libertad de conciencia. Cabría imaginar que
quienes así piensan son personas libres de prejuicios y dotadas de apertura
mental y de flexibilidad en sus opciones. Pero esto sucede muy pocas veces. Lo
que sigue a la falta de fe no es la increencia, sino la idolatría: la sustitución de los dogmas religiosos por los dogmas del mercado. Cuando dejamos
de creer en Dios pronto empiezan a surgir diosecillos (“ídolos”) que atrapan
nuestro corazón y nuestro bolsillo. Poco influye que uno tenga un doctorado en química o que sea
un obrero de la construcción. La idolatría es de alcance universal. El panteón moderno está poblado de “dioses” que tienen
también sus dogmas, sus leyes y sus ritos. No es fácil substraerse a su influjo.
El control por parte de quienes ofician de “sacerdotes” es implacable. Cualquier
pensamiento crítico se juzga como retrógrado, políticamente incorrecto. De hecho, se ha vuelto a poner de
moda una palabra que parecía ya olvidada. Por todas partes se habla de la
emergencia de la “ultraderecha”.
¿Será verdad que todo cuestionamiento de los ídolos modernos representa una
postura reaccionaria? ¿O, más bien, lo que se busca es acallar las voces críticas
que denuncian la dictadura implacable del “Dinero apátrida”, como denomina un
escritor español a este moderno dios todopoderoso?
¿Quién se atreve hoy
a poner el dedo en la llaga si todos, más o menos, dependemos de este dios, nos
beneficiamos de él o contribuimos a engordarlo? El sistema no se conforma con saquear nuestros bolsillos. Pretende controlar nuestras mentes y
nuestros afectos a cambio de ofrecernos un paraíso de bienes consumibles,
incluyendo una sexualidad de barra libre que nos haga creer finalmente
emancipados del yugo religioso. Quizás solo la Iglesia se opone frontalmente a
esta idolatría; por eso, cada vez será más atacada. La estrategia no pasa por
un ataque en campo abierto, sino por una merma progresiva de su credibilidad.
A la campaña sobre los abusos sexuales del clero seguirán otras que,
aprovechando las evidentes debilidades de muchos creyentes, difundirán un claro
mensaje: “No hay que fiarse de esta secta de impostores. Predican una cosa,
pero hacen otra”. ¿Quién no se siente representado por esta crítica que parece
defender a capa y espada la verdad y la justicia cuando, en realidad, lo que
pretende es acallar la única voz que puede denunciar la dictadura del Dinero apátrida?
Hace décadas que este dios financia a innumerables sectas pentecostales para
minar la fuerza de la Iglesia católica. Latinoamérica y buena parte de África
se han convertido en un supermercado de iglesias a cual más extravagante. El
Dinero apátrida ha conseguido hacer de la religión otro artículo de consumo. Quien
cree en él tiene asegurada la prosperidad.
Me pregunto si en
este contexto idolátrico no tendremos que recuperar con indignación profética
algunos de los textos más revolucionarios de la Biblia. En el libro del Éxodo,
Dios advierte al pueblo de Israel: “No tendrás otros dioses delante de mí. No
te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni abajo
en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los adorarás ni los
servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios” (Ex 20,3-4). Hoy, por muy ateos o agnósticos que nos
queramos presentar, estamos adorando a innumerables dioses que forman la
cohorte del Dinero apátrida: el mercado financiero, el negocio del fútbol, de la droga y de las armas, la
esclavitud del sexo degradado, las ideologías contra la familia, la
globalización económica, el control informático, etc. Me
parece que quienes seguimos creyendo en el Dios y Padre de Jesucristo tenemos
que atrevernos a decir que “los ídolos de las naciones son plata y oro, obra de
manos de hombre” (Sal 135,15). Aunque seamos tildados de retrógrados, no
podemos por menos que reconocer que “no tienen conocimiento los que llevan su
ídolo de madera y suplican a un dios que no puede salvar” (Is 45,20). Hay que volver sin miedo a los fundamentos de
la fe: “Siendo, pues, linaje de Dios, no
debemos pensar que la naturaleza divina sea semejante a oro, plata o piedra,
esculpidos por el arte y el pensamiento humano” (Hch 17,29).
Es probable que
más de un lector piense que me he vuelto uno de esos fundamentalistas que van
por la vida cortando cabezas ajenas y negando todo avance moderno. Nada más
lejos de la realidad. Creo que la evangelización procede siempre como un “diálogo
de vida”, reconoce todas las semillas de verdad, bondad y belleza que hay en
los seres humanos y en las culturas. Entiendo el Evangelio como una buena noticia
cargada de paz y alegría. Estoy convencido de que el verdadero creyente es siempre
una persona tolerante con todos y flexible en su presentación de la fe. Por todo
ello, no quisiera dejarme seducir por los ídolos modernos, sino continuar
buscando al Dios verdadero, que nada tiene que ver con el “Dinero apátrida” que
está contaminando todo cuanto toca (la naturaleza, las relaciones familiares,
las organizaciones sociales y políticas) y no sabe de fronteras, leyes o valores.
Se mueve solo buscando el máximo beneficio de sus capitostes. Para que la gran
masa no se rebele, tienen la habilidad de repartir algunas migajas en forma de artículos
de consumo y entretenimiento. Pero la gran Babilonia –por emplear los términos
simbólicos del Apocalipsis– nunca podrá derrotar al Cordero inmolado, al
Viviente, al Señor de la historia. La esperanza es más fuerte que cualquier
pesimismo. Eso sí: hay que estar dispuestos al martirio, al testimonio diario.
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