Lo conocí hace más de treinta años. Ya entonces sudaba literatura. Es probable que el peso de
su abuelo Eugeni d’Ors fuera
excesivo. Las cosas son en la medida en que podemos escribir sobre ellas. Una
experiencia no acaba hasta que la contamos como Dios manda. Entonces y ahora son sus obsesiones. Escribo estas cosas a propósito de
la larga
entrevista que Religión Digital
ha hecho a Pablo d’Ors,
escritor y sacerdote, por este orden, porque esa fue la secuencia cronológica en que vivió ambas vocaciones. O quizá se trata solo de una única vocación con dos vertientes. Digamos
de paso que durante casi veinte años fue también misionero claretiano. Además
de dedicarse a escribir, Pablo d'Ors, sacerdote de la arquidiócesis de Madrid, es el fundador y animador de la red abierta de meditadores
llamada Amigos del desierto.
En un momento de la entrevista confiesa que, en su tarea de acompañamiento, él
parte “de que todos buscamos a Dios aunque no le llamemos de esa manera. Y
también, porque creo que es evidente, de que la mayoría de las formas que la
Iglesia Católica presenta, para dar cuerpo a esa búsqueda espiritual, no
responden, de hecho, a la sensibilidad de la gente”. Él cree que la meditación
nos ayuda mucho a liberarnos de prejuicios. A continuación añade: “Los
prejuicios nos matan; en un sentido y en otro. Hoy, en nuestra sociedad
española ser cristiano, hablar de Cristo, hablar de Dios –no digo ni de
religión ni de Iglesia– es políticamente incorrecto. Esto es evidente y muy
significativo; un signo de los tiempos. Hay que poner nombre a las cosas y esto
nos obliga a hablar y, sobre todo, vivir desde un lugar muy auténtico. Yo creo
que hoy la autenticidad está en alza y que se percibe y se valora”.
Estamos viendo en
el campo político lo difícil que es llegar a acuerdos. Para ello sería
necesario dialogar. Y no es posible dialogar cuando los prejuicios y
malentendidos son más fuertes que la confianza mutua. Comparto con Pablo d’Ors
que, por lo general, estamos llenos de prejuicios; es decir, de opiniones sobre
las cosas y las personas sin haber tenido experiencia de ellas. O –como dice el diccionario de la RAE– de opiniones previas y tenaces, por lo general desfavorables, “acerca de algo que se conoce mal”. Nos guiamos por
lo que dicen los medios de comunicación social, por los tópicos repetidos una y
otra vez, por la moda de cada momento, por lo que suena más plausible, pero
pocas veces opinamos sobre realidades que hayamos vivido en primera persona.
Los prejuicios han sustituido a las experiencias. El resultado es una vida
artificial, falsa. Y también tensa. Nos cuesta sentarnos a hablar con personas
que piensan de otra manera porque toda diferencia la interpretamos de entrada
como una amenaza. Crece por todas partes el número de enemigos. Los políticos
de izquierda y de derecha no ceden en sus posiciones porque les parece que eso
significaría traicionar sus ideales cuando, en realidad, lo que hacen es sucumbir
a los prejuicios en vez de buscar juntos lo mejor para los ciudadanos. Lo mismo sucede a veces con unionistas e
independentistas, creyentes y agnósticos. Caricaturizamos a los otros en vez de
hacer un esfuerzo por encontrarnos con ellos, por verlos como seres humanos que
buscan, sueñan y padecen, como interlocutores y compañeros de camino en la
continua búsqueda de la verdad.
Las personas que
saben meditar, que se adentran en la aventura del silencio, se van liberando poco
a poco de los prejuicios y ganando en autenticidad. ¿Cuál es la ventaja del
silencio en una sociedad ruidosa como la nuestra? Lo diría a partir de mi
propia experiencia: que uno se encuentra consigo mismo y aprende a no depender
tanto de los juicios ajenos, que las cosas comienzan a manifestarse con más
claridad, que los otros dejan de ser enemigos y competidores para convertirse
en aliados, que Dios, sin dejar de ser un misterio insondable, va ganando
terreno hasta hacerse como el aire que respiramos. Si queremos que la sociedad y
la Iglesia sean una interminable cacofonía, sigamos con todos los ruidos posibles, huyamos
de nuestro interior, volquémonos hacia afuera. Si aspiramos a una vida armoniosa
y a una convivencia pacífica, busquemos en el silencio las claves de nuestra
identidad y la vinculación profunda con todos los seres humanos. Podría sonar a
propuesta poética y utópica, pero no encuentro nada más real que la experiencia
de ser uno mismo y tratar de descubrir a los demás como hermanos y hermanas de
la misma y única familia humana. Todas las demás divisiones que la historia ha
ido creando caen como barreras artificiales. Para un hombre o una mujer del
silencio, da igual que uno sea blanco o negro, rico o pobre, de derechas o de
izquierdas, creyente o ateo. Las personas que vienen del silencio solo ven
seres humanos, hijos e hijas de Dios necesitados de comprensión y ternura. Por eso es tan necesario aprender a meditar.
Gonzalo, lo que escribes tu hoy, y con la entrevista de Pablo d'Ors, estás dando respuesta a muchas preguntas... Muchísimas gracias.
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