Ayer recibí la renovación de los votos religiosos de cuatro estudiantes claretianos en Lima. Dos eran de Camerún, uno de Tanzania y otro de Uganda. Vestidos con sus sotanas
blancas y fajas negras, destacaba más su piel de ébano y su alta estatura. Quizás
por eso mismo impresionaba verlos de rodillas pronunciando la fórmula de la profesión
en un español correcto y fluido. La capilla permanecía en silencio. Era como asistir
a un acto solemne –dentro de su hermosa sencillez– que rompe la monotonía de nuestras
jornadas. Mientras lo hacían, pensé en el significado de entregar la propia
vida a Dios para el servicio de la evangelización en el mundo en que vivimos.
Los cuatro tienen en torno a 30 años. Algunos han concluido sus carreras civiles.
¿Qué mueve a un joven de hoy a consagrarse a Dios? Ellos no son mucho mejores
que los jóvenes de su edad. Tampoco peores. Tienen sueños. Les apasiona
Internet. Van tomando conciencia de sus fragilidades. Saben que Jesús no llama
a seguidores perfectos, sino a personas que acepten ir detrás de él para acabar
pareciéndose a él. Son conscientes de que esta aventura no es cuestión de pocos
años, sino un proyecto que abarca toda la vida. Intuyen que tendrán etapas
oscuras, momentos de incertidumbre y hasta deseos de abandonarlo todo.
Su voto de
castidad se hará más creíble cuando, superando afectos posesivos, no duden en
entregarse a quien lo necesite. Si el voto de pobreza nos les ayuda a vivir un
estilo de vida sobrio y solidario se habrá quedado en papel mojado. Por el voto
de obediencia se comprometen a estar disponibles donde la misión lo exija. De
hecho, han dejado ya sus países para venir hasta el Perú. Todos estos pensamientos
cruzaban mi mente como ráfagas de luz. Si soy sincero, no podía evitar
mezclarlos con noticias de escándalos e infidelidades. No es oro todo lo que
reluce. Por el rabillo del ojo miraba a los aspirantes que participaron en la
celebración. Eran chicos de 18 a 25 años que se encuentran en una etapa de
discernimiento. Imagino que también ellos se hacían muchas preguntas cuando
veían a los cuatro africanos hincados de rodillas, sosteniendo con la mano izquierda
la fórmula de la profesión y tomando mi mano derecha con la suya. Acostumbrados
a decir sí y mañana no, hijos de una cultura líquida, ¿quién no se estremece
escuchando las promesas de cuatro jóvenes que parecen desafiar el tiempo y el espacio? Por unos minutos, es como si lo
absoluto se colara por las rendijas de nuestra finitud.
Acabada la
ceremonia, me trasladé a una nueva comunidad de Lima. Como contrapunto
al entusiasmo de los jóvenes recién profesos, tuve que dedicar tiempo a
afrontar diversos problemas, hasta el punto de no encontrar tiempo para
escribir la entrada de hoy a la hora habitual. De nuevo se me hicieron visibles las dos caras de
la vida en un fragmento corto. Podría haberme abandonado a un sentimiento de
frustración o desencanto, pero no lo hice. Se me hizo más evidente que todos –los
buenos y los malos, los coherentes y los incoherentes, los jóvenes y los viejos–
vivimos de pura misericordia. No podemos convertirnos en jueces implacables de
los demás cuando también nosotros estamos necesitados de clemencia. El mundo de hoy se ha vuelto muy tolerante con algunas conductas inhumanas e implacable con otras. El péndulo de la historia sigue oscilando. Conviene no perder el equilibrio y la sensatez. Recordé una frase que me acompaña a menudo: “Todo
santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro”. Pues eso.
Bravo! Hay esperanza...
ResponderEliminarUna gran alegría ver a Padre Joseph en la foto, a quien tuve el gusto se conocer. Es reconfortante leer la verdad, sobre que todos necesitamos clemencia y eso nos enseña a no ser jueces implacables. Felicidades a los hermanos claretianos y un saludo afectuoso Gundisalvus
ResponderEliminarGracias Gonzalo. Me ayuda y fortalece leer tus reflexiones hechas desde la vida.
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