Estoy a punto de embarcar en mi vuelo de regreso de São Paulo a Roma, después de ocho días en Brasil. Disfruto de la temperatura suave de esta enorme ciudad brasileña antes de enfrentarme al calor de Roma. Me voy con un punto de dolor. En Madrid duermen en la calle unas 900 personas. En Roma las personas censadas senza fissa dimora ascienden a 7.500. Basta darse una vuelta por los alrededores de la estación Termini para comprobar que son muchas, demasiadas. En São Paulo los moradores de rua (es decir, los sin techo, la gente de la calle) son entre 20.000 y 25.000 personas. Si algo me ha llamado la atención esta vez de la megalópolis brasileña es el altísimo número de personas que viven en la calle. En cualquier lugar del centro hay campamentos de hombres y mujeres que viven rodeados de cartones, mantas sucias y bolsas de plástico. No hay ciudad del mundo donde no se vean algunos homeless, pero el caso de São Paulo clama al cielo. Me dicen que la grave crisis que vive el país está aumentando el número de personas descartadas, sobrantes, carne de cañón para la prostitución y la droga.
Es imposible pasear por las calles y mirar hacia otro lado. ¿De qué sirve tener rascacielos impresionantes, como los que existen en São Paulo, si no somos capaces de afrontar un problema de primer orden? ¿Qué vida le aguarda a una persona que se ve obligada a vivir en la calle, expuesta a las inclemencias del tiempo, sin las mínimas condiciones higiénicas, excluida de toda vida social? En Roma he participado un par de veces en las visitas nocturnas que la comunidad de Sant’Egidio hace a los senza tetto para saludarlos y distribuirles una cena caliente. Hay una red de voluntarios que hacen un servicio magnífico, pero es una gota en el océano de la indigencia. Es verdad que algunos hombres y mujeres de la calle han elegido libremente este estilo de vida y no quieren de ningún modo otro, pero la mayoría se han visto obligados a vivir así porque han perdido el trabajo, han fracasado en su matrimonio, han caído en el infierno de la droga o no cuentan con ningún apoyo familiar o social. Cuando uno trata de meterse en su piel comprende hasta qué punto somos unos privilegiados. Magnificamos nuestros pequeños problemas y tendemos a ignorar los grandes problemas de quienes se debaten entre la vida y la muerte, entre el reconocimiento o la invisibilidad.
No tengo humor para muchos ditirambos. No puedo acostumbrarme a un paisaje humano tan degradado. Me produce rabia que un país tan rico como Brasil no sea capaz de ayudar a estas personas a encontrar una salida digna. Ni siquiera en la India, en otro tiempo tan castigada, he visto algo semejante. Si los gobiernos no son capaces de encontrar soluciones justas habrá que multiplicar las iniciativas privadas y exigir respuestas públicas. Está claro que en pleno siglo XXI, en el seno de sociedades ricas, Cristo sigue durmiendo en la calle por nuestra incapacidad de organizar la vida social con criterios de justicia y equidad. El progreso de una sociedad no se mide solo por el número de sucursales bancarias o por los vehículos que se venden, sino, sobre todo, por la justa distribución de la riqueza y la integración de los más débiles. Hay todavía muchos pasos que dar.
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