Son muchas las personas que ya no confían en los políticos porque los consideran expertos en mentiras y corrupciones. Pero lo mismo podría aplicarse a muchos eclesiásticos. Los constantes casos de abusos a menores son una plaga que ha minado la credibilidad de la Iglesia. ¿Qué está pasando? ¿Cómo podemos hacer frente a este descrédito? ¿Basta con lamentarse y lanzar algunos improperios o es necesario rearmarnos moralmente? Estoy convencido de que en el Evangelio de Jesús tenemos la brújula que nos orienta en esta travesía. Pero eso no significa que no debamos servirnos de otras tradiciones que se han revelado lúcidas y eficaces. En el contexto actual, me parece útil recordar las doce virtudes que Cicerón, ilustre jurista, político, filósofo, literato y orador romano de la época republicana, consideraba necesarias para el buen funcionamiento de la república: auctoritas (poder de convicción avalado por obras), nobilitas (nobleza de espíritu), dignitas (dignidad), veritas (veracidad), libertas (libertad), aequitas (igualdad), iustitia (justicia), firmitas (tesón), laetitia (optimismo), fides (fe), pietas (piedad) y humanitas (amor por el prójimo).
Sin estas virtudes en nuestros líderes, es imposible que la vida social sea pacífica y próspera. Hay una frase de Cicerón que podría explicar la pérdida de calidad democrática de nuestras sociedades contemporáneas: “Por nuestros vicios hemos perdido la república, aunque de nombre sigamos manteniéndola”. Quizás podríamos parafrasearla así: “Por nuestros vicios (corrupción, clientelismo, amiguismo, etc.) hemos perdido la democracia, aunque de nombre sigamos manteniéndola”. Si de las doce virtudes ciceronianas tuviera que elegir tres para nuestro contexto actual, me inclinaría por la auctoritas, la veritas y la humanitas. La auctoritas no significa la autoridad emanada de la ley sino el poder de convicción avalado por las obras, por la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. No basta que un político sea elegido o un eclesiástico ordenado. Se necesita el poder de convicción que brota de la propia consistencia personal. Cuando se dice que no importa la vida privada de un político sino las decisiones que toma, se está cometiendo un grave error. Una persona cuya vida privada sea inmoral no puede ejercer su cargo con auctoritas. Podrían ponerse tantos ejemplos actuales que es preferible callar.
En tiempos de fake news (Trump y Putin son expertos redomados), es necesario subraya la importancia de la veritas, de la verdad y la transparencia. No se pueden manipular los hechos al servicio de los propios intereses. Los fines supuestamente lícitos no justifican los medios ilícitos. Mentir no puede convertirse en una actividad normal, como si diera lo mismo decir la verdad que distorsionarla. Los medios de comunicación tienen un papel determinante. Hay muchas formas de ir contra la veritas. La más burda consiste en decir lo contrario de lo que sucede, pero hay formas más sutiles como la distorsión, el silencio, la insistencia excesiva en un aspecto, etc.
Por último, no es posible vivir una auténtica democracia sin humanitas, sin una sincera preocupación por cada ser humano. Los hombres y mujeres no somos números, códigos, individuos sin nombre ni rostro, piezas de un engranaje anónimo. Somos personas dotadas de una dignidad inviolable, seres libres necesitados de la ayuda de los demás para vivir. Los políticos y eclesiásticos que no tienen la virtud de la humanidad se convierten en fríos funcionarios que sirven al sistema más que a las personas, o que no tienen inconveniente en vulnerar los derechos individuales “por razón de estado”, “por el bien de la Iglesia”, etc. En fin, muchas cosas cambiarían si aprendiéramos de los antiguos clásicos. Pero ya se sabe que "el latín no sirve para nada". Eliminémoslo de los planes de estudio y quedémonos solo con cosas que produzcan dinero. Lo que pase en el futuro no no nos incumbe. A mí que me registren.
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