En el hemisferio norte es tiempo de vacaciones. Roma está llena de turistas armados de chancletas, bermudas, gorras y botellitas de agua que rellenan en las muchas fuentes dispersas por la ciudad. En Madrid, desde donde escribo estas líneas, no abundan tanto, pero también se ven hordas de japoneses siguiendo al guía que enarbola una banderita para que nadie se descarríe. Imagino que las playas del Mediterráneo estarán atestadas de bañistas en una semana en la que los meteorólogos han pronosticado que el termómetro puede subir hasta los 40 grados. Casi todo el mundo suspira por las vacaciones. El casi significa que hay un buen número de personas que ni siquiera se puede plantear la cuestión porque sus condiciones económicas o de salud no les permiten salir de casa. Hay una cierta ansiedad cuando llegan estas fechas. Se disparan los deseos y se temen las frustraciones. Muchos quieren que lleguen las vacaciones, pero no están seguros de si van a estar a la altura de sus sueños. En realidad, las vacaciones ponen a prueba más cosas de lo que a simple vista parece. Son un verdadero “laboratorio de humanidad”.
Durante las vacaciones establecemos una nueva relación con nuestro cuerpo. Lo sometemos a un ritmo distinto del habitual. Algunos optan por una vida sedentaria para compensar la aceleración del resto del año. Saltan de la cama a la butaca y de la butaca a la tumbona de playa sin solución de continuidad. Su deseo es moverse lo menos posible. Otros, por el contrario, no paran. Practican deportes (desde el plácido senderismo hasta algunos de alto riesgo), sudan, nadan en el mar y en la piscina, comen en exceso, beben alcohol, bailan, se exponen al sol y al viento… El cuerpo responde a veces con docilidad y hasta con agradecimiento, pero otras se rebela en forma de jaquecas, fiebre, congestiones, cansancio, etc. Cada uno aprende hasta dónde puede llegar. Los hay obsesionados por exhibir un cuerpo 10 y se pasan todo el día haciendo cuantos ejercicios leen en las revistas especializadas. Su disfrute consiste en “machacar” su cuerpo para que luzca escultural o atractivo. No saben cómo establecer con él una relación de aceptación y complicidad. Otros parecen gimnastas o depredadores sexuales, a la caza y captura de cuantas experiencias puedan acumular en este terreno, aunque sea de manera poco transparente. Mientras tanto, el cuerpo padece, disfruta, calla, observa... y pasa factura en el momento oportuno.
Quizás donde se percibe con más claridad hasta qué punto las vacaciones son un laboratorio es en el terreno de las relaciones personales. Hay parejas y familias que durante estas fechas pasan más tiempo juntos. En el mejor de los casos aprovechan esta oportunidad para conocerse más, conversar con calma, explorar nuevos terrenos afectivos y disfrutar del cariño y de la amistad. Es también un tiempo de ejercicios de seducción y de “amores de verano”. La literatura ha explorado y explotado hasta la saciedad este ángulo sugestivo. Pero hay también personas que en vacaciones sacan su lado más oscuro y arisco. Se producen recelos, enfrentamientos y hasta abiertas discusiones. He conocido casos de familias que han dejado de hablarse después de haber compartido las vacaciones. La excesiva cercanía ha puesto de relieve inconsistencias personales, ha abierto viejas heridas y ha permitido expresar sentimientos que estaban escondidos, como a la espera de la ocasión oportuna (o inoportuna). Por eso, muchas personas prefieren viajar en solitario. Hace unos días me encontré con un joven militar que se ha recorrido media Europa durante tres semanas, armado solo con su mochila, porque necesitaba tomar distancia de su entorno familiar y hacer de las vacaciones una especie de retiro en medio de trenes, turistas y monumentos.
Por fin, las vacaciones nos ayudan también a comprobar la calidad de nuestra fe. Aprovechando el tiempo disponible, muchos hacen retiros o ejercicios espirituales. Algunos peregrinan a Santiago de Compostela, a Roma o a Taizé. Otros desempolvan sus creencias con motivo de las fiestas patronales de su pueblo natal. Y muchos dejan que un paseo por la playa o la contemplación del cielo estrellado les devuelvan las preguntas que los acompañan desde la adolescencia: ¿Cómo ha surgido todo? ¿Es verdad que hay un Dios creador detrás de la maravilla del universo? ¿Qué puesto ocupamos los humanos en esta sinfonía sideral? ¿Merece la pena creer en Dios o es solo un último refugio de las personas débiles que no encuentran otro asidero en la vida? Las preguntas que durante el año permanecen como agazapadas, o incluso reprimidas, emergen con espontaneidad durante el tiempo de vacaciones. A veces, en torno a una cerveza, un tinto de verano o un café con hielo, se producen conversaciones de una profundidad y frescura que no se dan ni siquiera en los retiros convencionales.
Es frecuente que durante este tiempo muchos visiten también ermitas, iglesias y catedrales. De hecho, casi todas las que tienen algún significado histórico o artístico cuentan con su cohorte de turistas. La mayoría desfilan por sus naves, contemplan cuadros y estatuas, hacen algún comentario más o menos afortunado, se dejan embelesar por la atmósfera de recogimiento y salen como quien ha visitado un museo de antigüedades. Pero no faltan quienes buscan una capilla silenciosa, se acomodan con tranquilidad y oran. Se dejan visitar por Dios. Le dan gracias por el milagro de la existencia. Interceden por sus seres queridos, vivos y difuntos. Se abren a una dimensión que da otro tono y sabor a sus vidas algo insípidas. Orar durante el tiempo de las vacaciones debería ser una práctica antioxidante. Es mucho más que eso, pero es también eso.
En fin, que lo que se prometía un tiempo de desconexión absoluta, un mero divertimento, se revela una verdadera prueba de humanidad. Aprendemos muchos sobre nosotros mismos durante las vacaciones.
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