Son las ocho y media de la mañana. Después de un paso fugaz por Roma (apenas 24 horas), estoy de nuevo en el aeropuerto de Roma-Fiumicino. Espero mi vuelo para São Paulo, la megalópolis brasileña con más de 12 millones de habitantes. Hacía tiempo que no veía el aeropuerto romano tan lleno de gente. Muchos turistas vienen a la Ciudad Eterna, aunque tal vez no adivinan el calor que van a pasar, y muchos romanos huyen del verano capitalino buscando refugios más benévolos. Unos vienen y otros nos vamos. Pura metáfora de la vida. Parafraseando la vieja canción que Julio Iglesias cantaba hace casi 50 años, podemos decir: “Unos que vienen, otros que se van… la vida sigue igual”. Ya sé que un aeropuerto no es el lugar el ideal para una meditación sosegada, pero a mí me sugiere muchas cosas. Entre maletas, mochilas, tiendas duty free, cafeterías, monitores de plasma y riadas de pasajeros caminando en todas direcciones, yo me siento casi como en un monasterio. Un aeropuerto es un no-lugar en el que todos exhibimos nuestra condición de peregrinos hacia otros lugares. Todos estamos de paso. Nadie tiene aquí residencia permanente ni puede hacer del aeropuerto su escondrijo nacionalista.
Hay aeropuertos que parecen laberintos. Te obligan a hacer recorridos imposibles. No sabes bien en qué dirección vas. Pero, por lo general, todos abundan en indicaciones acústicas y luminosas. Las cosas han mejorado mucho en los últimos años. Con un poco de atención, es difícil perderse. Además, siempre hay personal de información dispuesto a echarte una mano. Más tarde o más temprano, se llega a la puerta de embarque con tiempo suficiente. Uno puede ir directo o puede demorarse viendo las tiendas y disfrutando de los entretenimientos que algunos aeropuertos ofrecen: desde un piano de cola disponible para quien quiera interpretar una pieza (como sucede en Fiumicino) hasta un salón de masaje, un parque de juegos infantiles e infinidad de bares y restaurantes. Algunos disponen también de capillas, salas de meditación o espacios religiosos multiconfesionales. A mí me gusta dirigirme cuanto antes a mi puerta de embarque, acampar en alguna butaca libre y organizar mi tiempo del mejor modo posible hasta que llega la hora del embarque. Paso de tiendas y otros servicios. Sé a lo que he venido y trato de ir directo al grano.
En el camino de la vida suceden cosas semejantes. Hay personas que saben adónde van y procuran atenerse a las indicaciones para no perderse. Hay otras que, aunque conocen el destino, disfrutan entreteniéndose por el camino, explorando rincones y atajos. No faltan quienes se sienten perdidas. Deambulan de un sitio para otro como si, en el fondo, no tuvieran ningún interés en hacer ningún viaje. Y algunas lloran desconsoladas porque han perdido su vuelo. Lo absurdo es hacer de un lugar de paso una vivienda permanente. Nadie en su sano juicio se queda a vivir en un aeropuerto. Lo mismo podría decirse de esta vida terrena. La fe cristiana ilumina con mucha claridad nuestra esencial condición de viadores. La carta a los Hebreos lo dice con una frase que debería figurar escrita en todos los aeropuertos del mundo: “Porque no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la que está por venir” (Hb 13,14). En realidad, todos nosotros tenemos el pasaporte del cielo porque esa es nuestra patria definitiva.
Sé hasta qué punto este lenguaje resulta alejado de nuestras conversaciones habituales, pero no se hunde el mundo por llamar a las cosas por su nombre, incluso en los largos y calurosos días del estío. Seamos honrados: o el viaje termina en este aeropuerto que es el planeta Tierra y toda la vida no es más que dar vueltas a sus rincones; o estamos de paso hacia un destino definitivo, hacia una vida de plenitud en comunión con Dios cuya realidad se nos escapa: “Lo que jamás vio ojo alguno, lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar que Dios tenía preparado para aquellos que lo aman” (1 Cor 2,9). Es cuestión de situarse sin perderse en infinitas e inútiles disquisiciones. En verano hay más tempo para hacerse preguntas, dejar que la respuesta emerja desde el fondo del corazón, y actuar en consecuencia.
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