La verdad es que cuando empezó yo estaba paseando por el Trastevere romano. Confieso que me había olvidado por completo de que anoche se estaba viviendo el eclipse lunar más largo del siglo. La Luna se alineó con la Tierra y el Sol, quedando justo dentro de la sombra de nuestro planeta. La fase total del eclipse duró una hora y 43 minutos. Cuando llegué a casa vi que algunos estaban en la terraza contemplando esa extraña “luna roja” que hizo más oscura la noche romana. Me quedé un rato contemplándola, pero estaba tan cansado, después de un día entero callejeando por Roma, que preferí irme a la cama antes de que concluyera el fenómeno. No percibí vibraciones especiales. Quizás un deje de tristeza porque el eclipse lunar me hizo pensar en otros eclipses más prolongados que estamos viviendo hoy. El más radical es el “eclipse de Dios”, por utilizar la expresión usada por el filósofo judío Martin Buber como título de uno de sus libros sobre las relaciones entre religión y filosofía.
Creo que “el eclipse de Dios”, sobre todo en Occidente, ha dejado nuestro mundo un poco a oscuras. Dios sigue estando ahí. Su existencia no depende ni de nuestra capacidad razonadora ni de nuestro estado de ánimo. No es una realidad susceptible de ser medida con encuestas de opinión como si se tratara de la calidad del aire o el grado de aceptación de un político. Sin embargo, nosotros hemos colocado delante otras realidades que lo eclipsan. A los hombres y mujeres modernos nos preocupan más otras cosas: desde el futuro del planeta Tierra hasta la victoria contra el cáncer o la salud democrática de nuestras sociedades. Nos preocupa, sobre todo, nuestro propio yo. Nos hemos vuelto extraordinariamente egocéntricos. Lo que no sea beneficioso para el “yo” nos parece irrelevante. Damos importancia a la dieta y al ejercicio físico porque nos dicen que es bueno para la salud. Buscamos la estabilidad laboral y económica porque, de este modo, podemos afrontar con más confianza un futuro que intuimos confinado a la duración de nuestra vida terrena. Anhelamos una vida afectiva y sexual satisfactoria como algo imprescindible para el equilibrio personal. Nos gusta leer, ver una buena película, hacer deporte, divertirnos, viajar y degustar un buen plato de marisco. Todas estas actividades nos reportan beneficios de diverso tipo. ¿Qué beneficios visibles nos aporta creer en un Ser que no vemos?
Occidente no ha “matado” a Dios, como pretendía Nietzsche, lo ha eclipsado. Ha creído que hay otras realidades más consistentes que pueden ocupar su lugar, de modo que su luz deje de brillar. Él sigue estando ahí, pero ya no lo percibimos. ¿Qué diferencia hay entre una realidad que no existe y otra que no se percibe? En la práctica, el resultado es el mismo: prescindimos de ella, vivimos etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera). Pero un eclipse, por su misma naturaleza, tiene una duración determinada. Yo no creo que el actual “eclipse de Dios” sea eterno. Habrá generaciones futuras que, ahítas de nuestro egocentrismo moderno, insatisfechas con un estilo de vida curvado sobre sí mismo, tristes por no encontrar una respuesta definitiva al sentido de la vida, descubrirán que Dios sigue estando ahí, dispuesto a acoger a los seres humanos como un Padre que nunca se olvida de sus hijos e hijas, aunque nosotros nos olvidemos de él y lo arrinconemos en el desván de los objetos inútiles.
Ojalá los eclipses de Dios fueran tan largos como ayer el de la luna que fue visible para algunos y para otros no.
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