domingo, 8 de abril de 2018

Ya hay signos, ¿no los veis?

Hoy me encuentro un poco dividido. Tendría que escribir algo sobre la jornada de ayer en la 47 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, pero el II Domingo de Pascua o Domingo de la Misericordia viene pisando fuerte. Tal vez ambos acontecimientos tienen un punto en común: hacer que la propia vida sea el mejor testimonio de que Jesús es el Viviente, el “contemporáneo de todo ser humano”, como le gustaba decir al viejo teólogo protestante Karl Barth. La verdad es que ha amanecido un día gris y lluvioso. No parece que estemos en primavera, pero la vida nueva se abre paso. Como signo, os pongo la foto de un ciruelo florido que se encuentra bajo la ventana de mi cuarto. La tomé ayer por la tarde en el jardín de la casa donde me encuentro, un lugar tranquilo de la sierra madrileña. El evangelio de hoy termina así: “Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31). Sin fe, no hay vida y sin signos no hay fe. Por eso, algunos de estos signos se han escrito en el Evangelio para que podamos creer en Jesús como el Mesías, como el Hijo de Dios. 

El mundo entero está lleno de signos para quien abre los ojos del corazón. En alguna otra entrada, he recordado unos versos de Walt Whitman que me acompañan desde hace años y que reproduzco de nuevo: “Veo algo de Dios cada una de las horas del día, / y cada minuto que contiene esas horas. / En el rostro de los hombres y mujeres, en mi rostro que refleja el espejo, veo a Dios. / Encuentro cartas de Dios por las calles, / todas ellas firmadas con su nombre, / y las dejo en su sitio, pues sé que donde vaya / llegarán otras cartas con igual prontitud”. Me encanta esta imagen de las cartas de Dios esparcidas por las calles y todas ellas firmadas. Es una manera hermosa de decir que Dios nos habla por todas partes, que cualquier realidad se puede convertir en señal de su misteriosa presencia. Con este telón de fondo, cobran más fuerza los signos que nos presenta este domingo de Pascua. Destaco dos: la fe y el amor. El evangelio presenta a Tomás como ejemplo de discípulo que duda (en realidad, todos dudaron) y que, tras superar dos huidas, acaba creyendo en Jesús. Y de tal manera que Jesús inventa por su causa la novena bienaventuranza: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29). Que también hoy haya hombres y mujeres que, en medio de dudas y perplejidades, crean en Jesús, es el gran signo de que el Resucitado tiene el poder de llegar al corazón de los seres humanos y transformarlos. 

Pero hay un segundo signo inseparable del primero: el amor. En la segunda lectura leemos: “Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Dios que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 5,1-2). No hay signo más creíble que el amor. Un famoso teólogo suizo llamado Hans Urs von Balthasar escribió en 1963 un librito, cuyo título en español es ya una declaración de intenciones: Solo el amor es digno de fe. En realidad, solo creemos aquello que amamos. Solo lo que muestra amor nos resulta creíble. Por eso, la descripción que la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles hace de una comunidad cristiana auténtica (cf. Hch 4,32-35) vincula el anuncio del Resucitado al hecho del amor expresado en la compartición de bienes: “En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor”. He aquí un signo que hoy es tan elocuente o más que ayer. Cuando la mayoría de las personas se afanan por tener muchas cosas propias y por hacer crecer su patrimonio, que un grupo quiera expresar su amor mutuo compartiendo los bienes, renunciando a la propiedad privada, da que pensar. ¿Qué demonios les pasa a estas personas? ¿Por qué hacen esto que parece contradecir la tendencia natural? ¡Lo hacen porque han encontrado un tesoro superior a los bienes materiales y porque quieren expresar el amor a través de la comunión! 

Aquí es donde encuentro un claro enlace entre el mensaje de este II Domingo de Pascua y lo que ayer viví escuchando al cardenal Maradiaga o a los cuatro jóvenes consagrados que intervinieron en una mesa redonda, moderada por mi hermano Adrián de Prado con sencillez y hondura. Compartir la vida y los bienes, como hacen la mayoría de los consagrados, es un potente signo de que Jesús está entre nosotros, de que él puede dar sentido a la vida y de que, en cualquier caso, nunca caminamos solos, sino unidos en la profunda comunión que crea el amor. Sé que por la tarde se presentó el signo de la comunidad ecuménica de Taizé y se tuvo una oración siguiendo su peculiar estilo de plegaria, pero ya no estuve para poder contarlo. Yo mismo quedé fascinado por este signo en la ya lejana Pascua de 1980, pero ésta es otra historia que encontrará su lugar más adelante.


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