Ayer, Sábado Santo, se respiraba una atmósfera sosegada. Todo funcionaba como a cámara lenta. Tras la intensidad dramática del Viernes Santo, nos quedamos sin saber qué decir, atrapados en un breve compás de espera. Ni siquiera celebramos la Eucaristía. Fue un día a-litúrgico, extraño. Hoy, Domingo de Pascua, todo se acelera súbitamente. María Magdalena, cuando vio la losa quitada del sepulcro de Jesús, “echó a correr”. Al enterarse Simón Pedro y su compañero, se contagian de este dinamismo: “los dos corrían juntos”. En el afán por averiguar lo que ha pasado, “el otro discípulo corría más que Pedro”. En fin, que todos los protagonistas se pasan la mañana de Pascua corriendo, atraídos por un inexplicable magnetismo. Donde hay vida, hay movimiento. Vivir es cambiar.
Pero, junto al dinámico verbo correr, hay otro verbo más contemplativo que enseguida capta nuestra atención: el verbo ver. De María Magdalena se dice que “vio la losa quitada del sepulcro”. El otro discípulo “vio los lienzos tendidos”. Pedro no se queda atrás: “vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza”. Es evidente que no se trata solo de un ver físico. Para el evangelista Juan, ver significa creer. Por eso, en referencia a la actitud del “otro” discípulo (es decir, cualquiera de nosotros), escribe: “vio y creyó”. Se nos invita a leer toda la vida de Jesús desde esta clave, porque ellos −como nos sucede a nosotros hoy− “hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos”. Es probable que nosotros sigamos sin entender mucho. Por eso, necesitamos, una y otra vez, buscar luz en la Palabra de Dios para poder creer.
En la corta historia de este Rincón de Gundisalvus (apenas dos años), escribí una Carta de Pascua en 2016, titulada El alba es más fuerte que la noche, y otra Carta de Pascua en 2017, titulada Vio y creyó. Como no hay dos sin tres, también este año 2018, quiero compartir con todos vosotros mi
CARTA DE PASCUA 2018
Queridos amigos:
Este año la Pascua cae el 1 de abril. Aquí en Italia, como en otros muchos lugares, se celebra el Pesce d’aprile, que tiene una cierta equivalencia con el Día de los Santos Inocentes que se conmemora en España y algunos países latinoamericanos el 28 de diciembre. La coincidencia resulta un poco burlona. ¿No será la resurrección de Jesús una broma de mal gusto? ¿No nos habrán engañado los apóstoles diciendo que Jesús había resucitado cuando, tal vez, alguien robó su cuerpo? ¿No habremos vivido engañados estos veinte siglos de tradición cristiana? Todo lo que se refiere a la muerte y la resurrección está siempre rodeado de un aura de misterio. Son realidades que no podemos controlar. Por eso en torno a ellas se disparan los temores, mitos y especulaciones. Y también las huidas y rechazos. Cuando somos jóvenes no les damos demasiada importancia, porque nos da la impresión de que tenemos “toda la vida” por delante. A medida que nos hacemos mayores, estos asuntos cobran relieve, sobre todo cuando comprobamos cómo van muriendo las personas de nuestro entorno, aquellas que han configurado nuestro mundo personal.
Nuestro futuro depende del presente de Cristo. Si él no ha resucitado, si él no es el Viviente, sino un muerto famoso, nuestra fe es vana, queda reducida a una ética más o menos razonable para conducirnos en esta vida, pero sin un horizonte ultraterreno. Por eso tiene tanta importancia acoger el testimonio de los primeros testigos. Pedro, tal como leemos en la primera lectura de este domingo de Pascua, resume así la experiencia que ellos tuvieron: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos” (Hch 10,35-36). En sus palabras no hay referencias míticas de ningún tipo. Habla de hechos concretos, comprobados. Cita a testigos oculares. Nuestra fe es un fruto de la acción del Espíritu Santo que nos lleva a aceptar este testimonio apostólico como verdadero. Es normal que, una y otra vez, broten en nosotros dudas y objeciones, pero también es normal que, si lo aceptamos con humildad, experimentemos su poder liberador. El dicho “Jesús vive, yo lo he encontrado” puede sonar a eslogan más o menos feliz, pero encierra una luminosa verdad. La mejor “prueba” de la resurrección de Jesús es la capacidad que Jesús tiene de transformar la vida de cada uno de nosotros, de convertirla en una existencia significativa y feliz.
No sé lo que dirá el papa Francisco en la homilía de hoy, pero estoy seguro de que se le ocurrirá alguna palabra sencilla y provocativa para ayudarnos a comprender mejor el Misterio que celebramos. Si seguimos quietos, como petrificados, quiere decir que no creemos mucho en la presencia del Resucitado. Por el contrario, si “corremos” como María Magdalena, Pedro y el otro discípulo, significa que hemos sido alcanzados por una presencia, que hay un imán misterioso que nos atrae hacia él. El evangelio de este domingo nos presenta la resurrección de Jesús como una realidad que nos hace ponernos en camino, correr, salir de donde estamos. Este es mi deseo para todos vosotros en un día como hoy. Que el Espíritu de Jesús nos dé pies ligeros para acudir allí donde alguien nos necesita. Esta movilidad misionera hará que, sin darnos cuenta, encontremos al Resucitado en las vidas de quienes lo buscan o necesitan.
Con todo mi corazón, os deseo una
Gracias Gonzalo por la carta de Pascua 2018¡¡¡¡¡. Nos acordamos mucho de ti toda la Semana Santa y especialmente el sábado con la nevada. Un abrazo. María
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