Hace décadas que se hizo famoso el libro El miedo a la libertad de Erich Fromm, escrito en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial. El ser humano parece preferir la seguridad a la libertad; por eso tiene miedo al riesgo y a las decisiones que conllevan responsabilidad. Ayer, escuchando a mi compañero Antonio Sánchez Orantos, volví a recordar el impacto que me produjo hace años el libro de Fromm. En el marco de la 47 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada, el profesor Sánchez Orantos habló de “Discernimiento y jóvenes”. Ese fue el título de su conferencia. Los tres verbos usados en el subtítulo señalan un verdadero itinerario para el ejercicio maduro de la libertad: reconocer, interpretar, elegir. Hacía tiempo que no me impresionaba tanto una conferencia al viejo estilo: sin presentaciones power point ni otros recursos audiovisuales, sin anécdotas al estilo americano y sin demasiados guiños al público. Solo la fuerza del pensamiento y la palabra. Antonio leyó un texto bien trabado con su voz grave de fumador irredento, aunque ignoro si sigue fumando. Parecía escrito desde la “razón poética” de su admirada María Zambrano sobre la que versó su tesis doctoral. Escuché con atención durante una hora (lo que hoy resulta un milagro desde el punto de vista comunicativo), tomé alguna nota rápida y salté al escenario para felicitarlo una vez concluida su conferencia-meditación. Me alegro mucho de tener compañeros que son capaces de enhebrar una reflexión profunda, cálida y, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, muy atada a la vida cotidiana.
Hablaba del discernimiento que los jóvenes deben hacer para descubrir su vocación en la vida, pero, en realidad, el tema que le habían propuesto los organizadores de la Semana fue una excusa, o una oportunidad, para abordar un asunto que tiene que ver con el momento cultural que vivimos. No creo que los lectores del Rincón de Gundisalvus tengan muchas dificultades para aceptar el diagnóstico del profesor Sánchez Orantos sobre “el problema de hoy”. Lo resumo con mis palabras. La sociedad actual multiplica ad infinitum las opciones de elegir (desde una marca de coche hasta un estilo de peinado pasando por un modelo de teléfono inteligente u ordenador y una relación afectiva), pero nos dificulta al máximo las posibilidades de un compromiso fiel, con lo cual nos sitúa, no “al borde de un ataque de nervios”, pero sí a las puertas de una permanente crisis de identidad. Acabamos por no saber quiénes somos y qué pintamos aquí. ¿De qué nos sirve (quid prodest) tener tantas posibilidades si no sabemos cuál elegir (porque no sabemos adónde vamos) y, sobre todo, cómo mantenernos firmes en nuestras opciones? Jesús, el gran experto en humanidad, lo había dicho con otras palabras que a mí me resultan muy familiares porque cambiaron el rumbo de la vida de san Antonio María Claret: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mt 16,26). El gran engaño de nuestra cultura es tratar de convencernos de que vamos a ser más teniendo más, que vamos a ser más libres multiplicando las opciones, pero sin trabajar el itinerario del discernimiento; es decir, sin aprender a reconocer, interpretar y, finalmente, elegir. Y esto, no de una vez por todas, sino continuamente, como una dinámica existencial.
Reconocer significa caer en la cuenta de todo lo que sucede dentro de nosotros, no para reprimirlo o someterlo a un duro control moral, sino para “poner orden” en nuestro mundo afectivo, de modo que, libres de determinismos (aunque no de determinaciones), podamos elegir aquello que de verdad nos realiza como seres humanos. Interpretar significa encontrar la clave para dar sentido a cada una de las notas de nuestra partitura personal. Un ejemplo puede ayudarnos a entender mejor este segundo paso. Tanto Juan el Bautista como Jesús de Nazaret invitaron a sus oyentes a la conversión, a cambiar de vida, pero la clave usada fue muy distinta. Juan decía: “Convertíos… porque sois unos pecadores y el juicio de Dios va a caer sobre vosotros”. La clave de Jesús sonaba de manera muy distinta: “Convertíos… porque el Reino de Dios está cerca”. En el primer caso, la culpa ocupa el primer plano; en el segundo, todo está coloreado por la alegría del Evangelio, tema central en el magisterio del papa Francisco. Por último, elegir significa escoger aquellas vías que nos ayudan a vivir desde el amor, no desde el encerramiento en nuestros intereses. “Ama y haz lo que quieras”, decía san Agustín. Es difícil decir con menos palabras esta verdad.
Mientras Antonio desgranaba sus pensamientos sin decaer en intensidad intelectual y afectiva, me vino a la mente el itinerario de Jesús con los dos discípulos de Emaús. En realidad, lo que hace Jesús es seguir con ellos un auténtico proceso de discernimiento. Primero les hace hablar (reconocer), luego les pide que lo escuchen para ofrecerles la clave de las Escrituras (interpretar). Finalmente, ellos eligen, toman una decisión: “Quédate con nosotros, porque la tarde está cayendo”. A partir de ahí, todo se acelera: el reconocimiento en la fracción del pan y el regreso a la comunidad de Jerusalén. En fin, que salí del aula Pablo VI tonificado y más dispuesto a no tener miedo a la libertad, sino a pagar el precio de discernir y tomar decisiones, aun a riesgo de cometer errores y equivocaciones. No aspiro a ser un “asceta” (que, ante la alteridad de Dios, se siente anonadado y culpable y pretende ganarse su confianza a base de renuncias y sacrificios). Tampoco deseo ser un “iluminado” (que cree que se ha metido a Dios en el bolsillo anulando toda trascendencia) y menos un “superficial” (que no percibe ni la presencia de Dios en nuestra vida ni el misterio de su ausencia). Me gustaría ser un “místico de ojos abiertos” que se da cuenta de que la trascendencia de Dios se transparenta (¡hermosa categoría!) en nuestro barro, pero sin dejar de ser el Totalmente Otro. Casi nada. Muchas gracias, Antonio. Por conferencias como ésta merece la pena invertir una tarde.
Hablaba del discernimiento que los jóvenes deben hacer para descubrir su vocación en la vida, pero, en realidad, el tema que le habían propuesto los organizadores de la Semana fue una excusa, o una oportunidad, para abordar un asunto que tiene que ver con el momento cultural que vivimos. No creo que los lectores del Rincón de Gundisalvus tengan muchas dificultades para aceptar el diagnóstico del profesor Sánchez Orantos sobre “el problema de hoy”. Lo resumo con mis palabras. La sociedad actual multiplica ad infinitum las opciones de elegir (desde una marca de coche hasta un estilo de peinado pasando por un modelo de teléfono inteligente u ordenador y una relación afectiva), pero nos dificulta al máximo las posibilidades de un compromiso fiel, con lo cual nos sitúa, no “al borde de un ataque de nervios”, pero sí a las puertas de una permanente crisis de identidad. Acabamos por no saber quiénes somos y qué pintamos aquí. ¿De qué nos sirve (quid prodest) tener tantas posibilidades si no sabemos cuál elegir (porque no sabemos adónde vamos) y, sobre todo, cómo mantenernos firmes en nuestras opciones? Jesús, el gran experto en humanidad, lo había dicho con otras palabras que a mí me resultan muy familiares porque cambiaron el rumbo de la vida de san Antonio María Claret: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mt 16,26). El gran engaño de nuestra cultura es tratar de convencernos de que vamos a ser más teniendo más, que vamos a ser más libres multiplicando las opciones, pero sin trabajar el itinerario del discernimiento; es decir, sin aprender a reconocer, interpretar y, finalmente, elegir. Y esto, no de una vez por todas, sino continuamente, como una dinámica existencial.
Reconocer significa caer en la cuenta de todo lo que sucede dentro de nosotros, no para reprimirlo o someterlo a un duro control moral, sino para “poner orden” en nuestro mundo afectivo, de modo que, libres de determinismos (aunque no de determinaciones), podamos elegir aquello que de verdad nos realiza como seres humanos. Interpretar significa encontrar la clave para dar sentido a cada una de las notas de nuestra partitura personal. Un ejemplo puede ayudarnos a entender mejor este segundo paso. Tanto Juan el Bautista como Jesús de Nazaret invitaron a sus oyentes a la conversión, a cambiar de vida, pero la clave usada fue muy distinta. Juan decía: “Convertíos… porque sois unos pecadores y el juicio de Dios va a caer sobre vosotros”. La clave de Jesús sonaba de manera muy distinta: “Convertíos… porque el Reino de Dios está cerca”. En el primer caso, la culpa ocupa el primer plano; en el segundo, todo está coloreado por la alegría del Evangelio, tema central en el magisterio del papa Francisco. Por último, elegir significa escoger aquellas vías que nos ayudan a vivir desde el amor, no desde el encerramiento en nuestros intereses. “Ama y haz lo que quieras”, decía san Agustín. Es difícil decir con menos palabras esta verdad.
Mientras Antonio desgranaba sus pensamientos sin decaer en intensidad intelectual y afectiva, me vino a la mente el itinerario de Jesús con los dos discípulos de Emaús. En realidad, lo que hace Jesús es seguir con ellos un auténtico proceso de discernimiento. Primero les hace hablar (reconocer), luego les pide que lo escuchen para ofrecerles la clave de las Escrituras (interpretar). Finalmente, ellos eligen, toman una decisión: “Quédate con nosotros, porque la tarde está cayendo”. A partir de ahí, todo se acelera: el reconocimiento en la fracción del pan y el regreso a la comunidad de Jerusalén. En fin, que salí del aula Pablo VI tonificado y más dispuesto a no tener miedo a la libertad, sino a pagar el precio de discernir y tomar decisiones, aun a riesgo de cometer errores y equivocaciones. No aspiro a ser un “asceta” (que, ante la alteridad de Dios, se siente anonadado y culpable y pretende ganarse su confianza a base de renuncias y sacrificios). Tampoco deseo ser un “iluminado” (que cree que se ha metido a Dios en el bolsillo anulando toda trascendencia) y menos un “superficial” (que no percibe ni la presencia de Dios en nuestra vida ni el misterio de su ausencia). Me gustaría ser un “místico de ojos abiertos” que se da cuenta de que la trascendencia de Dios se transparenta (¡hermosa categoría!) en nuestro barro, pero sin dejar de ser el Totalmente Otro. Casi nada. Muchas gracias, Antonio. Por conferencias como ésta merece la pena invertir una tarde.
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