La solemnidad de la Epifanía del Señor me pilla otra vez en camino. Cerca del
mediodía, viajaré de Lisboa a Roma; o sea, que iré de Occidente a Oriente,
siguiendo un trayecto inverso al de los magos. Tal vez nos encontremos por el
camino, aunque dudo de que ellos hayan sustituido los camellos por el avión, así
que tendremos que saludarnos a distancia. Las lecturas
de esta fiesta, que en muchos países se traslada a mañana domingo,
están sobrecargadas de símbolos. El año
pasado expliqué algunos. Siempre me ha atraído la estrella más que los
regalos de oro, incienso y mirra. Hoy me detengo en un detalle que me ha
llamado la atención: los magos, al ver de nuevo la estrella tras el paréntesis
de su visita a Herodes, “se llenaron de
inmensa alegría”. Para entender de alguna manera esa alegría profunda que
uno experimenta cuando encuentra lo que busca, basta contemplar los rostros de
los niños en la mañana de un día como hoy o en las cabalgatas de ayer por la tarde-noche. ¿Cómo es posible que en un ángulo del
salón de casa, o al pie de la cama, aparezcan los regalos que uno había pedido
a los Reyes en su carta? ¿Cómo se las habrán arreglado para llegar a las casas
de todos los niños? No sé si en algún otro momento de la vida llegamos a sentir
una alegría tan admirativa como la que experimentamos la mañana de Reyes cuando somos niños. No encuentro otro símbolo mejor para expresar la alegría de la fe.
Si uno es capaz
de alegrarse ante un balón, un coche, una muñeca, un dispositivo móvil, una
bufanda, un libro o un frasco de colonia… ¡cómo debería ser nuestra alegría
cuando barruntamos la presencia de Dios en nuestra vida! Sería una
participación en ese gozo del Padre Dios que se alegra más “por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no
necesitan arrepentimiento” (Lc 15,7). Las personas que alguna vez se han
sentido perdonadas por Dios saben de qué se trata. Es como si la historia
personal comenzara de nuevo, como si todas las piezas encajasen en ese inmenso puzzle que es la vida personal, como si
no hubiera necesidad de aparentar nada porque todo se vuelve transparente. La
experiencia de la fe es siempre una experiencia de gracia. Y donde hay gracia (cháris) hay siempre alegría (chára). ¡Hasta la etimología griega nos ayuda a
descubrir la relación profunda entre la experiencia de sentirnos queridos por
Dios y el gozo que brota de ella! No se puede creer en un Dios que solo produce resentimiento, amargura y frustración. Ese no es el Dios de Jesús.
Epifanía es la fiesta de la manifestación de Jesús
al mundo entero. Los
magos representan ese mundo plural que se pone en camino y busca. La tradición
ha querido que uno venga de Europa, otro de Asia y otro de África. Hoy tendríamos
que añadir un par de magos más (uno americano y otro oceánico) para expresar a
cabalidad la geografía de nuestro mundo. Paseando por las calles de Lisboa, contemplando una población multicultural, doy
vueltas a estos pensamientos. Jesús es patrimonio de la humanidad. No ha nacido
para unos pocos privilegiados sino para todos. Él es el portador de la
verdadera alegría. ¿Qué nos impide disfrutar del encuentro con él? ¿Por qué nos
hemos vuelto tan suspicaces en algunos casos y tan indiferentes en otros? ¿Qué
extraña autosuficiencia nos impide acercarnos a él con la sencillez de los
pastores (los marginados de su tiempo) y de los magos (los científicos de la
época)? ¿No es un poco absurdo abrevar nuestra sed en charcos de experiencias efímeras
cuando se nos regala un manantial limpio, fresco y abundante? No necesitamos
creyentes talibanes, empeñados en convertir a los demás a base de anatemas o
anuncios extemporáneos, sino hombres y mujeres alegres, cuyo rostro iluminado sea
el mapa que nos muestra el camino hacia Belén.
Gonzalo, buen camino y hoy día 07, aquí celebrando la Epifanía, te recordamos en tu cumpleaños. Felicidades!!
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