Mientras preparo
mi equipaje de mano para regresar a Roma dentro de tres horas, leo a toda prisa
la entrevista
que hoy publica La Contra de La
Vanguardia, una sección que no suelo perderme porque por ella desfilan personajes
interesantes que rompen un poco los moldes. Hoy le ha tocado el turno a una
barcelonesa que ha vivido en media docena de ciudades europeas. Cuenta su experiencia.
Anima a los jóvenes a salir de su ambiente, a no tener miedo. Leyendo sus
declaraciones, pensaba en mi propia experiencia de nomadismo, de andar de un
sitio para otro, aunque se trate de un nomadismo sui generis. No es que no disponga de una casa estable, sino que tengo a mi disposición más de 500 comunidades claretianas esparcidas por todo el mundo. Soy, pues, un nómada privilegiado. No puedo compararme con los millones de personas que se ven obligadas a ir de un sitio a otro porque no tienen dónde vivir o porque son perseguidas. En los últimos veinte años habré visitado unos 60 países. Es
verdad que vivo en Roma, que allí está mi casa y mi comunidad, pero a veces
paso más de seis meses al año fuera de la sede. Como es lógico, este nomadismo misionero tiene sus
etapas. Al principio, uno experimenta el gozo de conocer personas y lugares
nuevos. Todo resulta emocionante. Se minimizan los inconvenientes y se exaltan
los logros. Luego viene una etapa en la que el viajar comienza a hacerse cuesta arriba.
El continuo cambio de lugar, lengua, comida y costumbres resulta un poco
estresante. ¡Y no digamos los engorrosos controles de seguridad en algunos aeropuertos! Se echa de menos volver a casa y dejarse llevar durante un tiempo
por la rutina doméstica. Creo que hay
una tercera etapa en la que, simplificados los procedimientos (equipaje ligero,
estancias no muy largas, etc.), se disfruta del contacto con las personas y de
las sorpresas que todo viaje depara. Acostumbrado a los desplazamientos, familiarizado con los cambios, uno se concentra en lo esencial.
Mi madre se extraña
de que prepare mi maleta momentos antes de salir hacia el aeropuerto. Ella,
cuando viajaba, lo hacía siempre la víspera, e incluso antes. Repasaba
meticulosamente todo para no olvidar ningún detalle. Yo coloco mis cosas en
pocos minutos. Compruebo que llevo el pasaporte y el billete y me lanzo. Es
como si hubiera desarrollado una confianza extrema en que alguien me cuida, en
que no puedo obsesionarme con tantas menudencias. La vida nómada es un
aprendizaje continuo. La primera lección es que vale más viajar por la vida ligero
de equipaje que sobrecargado. (Por cierto, siempre me ha llamado la atención el término sobrecargo aplicado a algunos asistentes de vuelo). Los excesos se convierten en lastre y casi siempre son
fuente de preocupaciones. Por otra parte, esta actitud me ayuda a no llevar la
casa a cuestas, a sentirme en casa en cualquier lugar porque, a fin de cuentas,
sin que suene a eslogan hippy, todo el mundo es nuestra casa. Somos habitantes
del único planeta. Siempre encontraremos a alguien dispuesto a echarnos una
mano en caso de necesidad. La segunda lección tiene que ver con la
relativización del mundo personal. Lo nuestro (nuestro país, nuestra cultura,
nuestra lengua, nuestra comida, nuestra casa) puede ser maravilloso, pero tiene
también sus límites y, en cualquier caso, el aprecio de lo propio debería ayudarnos a
apreciar también lo ajeno. En realidad, pensadas las cosas con más profundidad, nada
humano nos es ajeno. Las fronteras son demasiado artificiales. ¿Por qué el puente Rialto de Venecia va a ser más de los
venecianos que mío? ¿O la basílica de la Sagrada Familia más de los
barceloneses que mía? No es una cuestión jurídica o económica sino cultural.
Cualquier producción humana es, a fin de cuentas, “patrimonio de la humanidad”. Los nómadas nos damos cuenta de esto y lo valoramos. Por último, la vida nómada, hecha de saludos y despedidas, de sorpresas y
rutinas, de encuentros y a veces de desencuentros, no es sino una dramática y hermosa parábola de la vida humana. Estamos aquí de paso. Somos peregrinos. Ningún
lugar es nuestra patria definitiva y todos son metas volantes que nos llevan a
la meta final.
Alguna vez pensé
escribir un librito titulado “Las mil camas en la vida de un cura”. No exagero
nada si digo que he dormido en más de mil camas diferentes a lo largo de mi
vida nómada, pero confieso que el título tiene la suficiente ambigüedad como
para ser malinterpretado. Así que es mejor desechar este proyecto y sustituirlo
por una narración sencilla de las cosas hermosas que uno va descubriendo por
esos mundos de Dios. Me he propuesto tomar nota de encuentros, situaciones y anécdotas
que me ayuden a explorar más la condición humana. Los nómadas somos como
exploradores. Cuando menos lo pensamos nos encontramos con realidades que
llaman nuestra atención. Por eso debemos viajar con un cuaderno de bitácora.
Por otra parte, aunque a menudo nos perdamos muchas cosas interesantes que
suceden en nuestra casa (podría hacer una lista larguísima de las muchas cosas
que me he perdido por estar siempre viajando), experimentamos también el placer
de vivir las relaciones con una frescura y profundidad que a veces desaparecen
en el trato cotidiano. La distancia hace que los encuentros ganen en calidad.
Uno se da cuenta de que no es necesario estar físicamente presente para estar
cerca con el corazón. En fin, debo cortar aquí porque, aunque sea
pequeña, tengo que preparar la maleta antes de salir zumbando para el
aeropuerto. Mañana será otro día.
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