Cuando hace pocos días regresé
a Roma procedente de Lisboa me encontré en los periódicos italianos con la
historia de dos jóvenes homosexuales de 21 años que habían
muerto en una casa de montaña a causa de un escape de monóxido de carbono.
Las familias y el párroco aceptaron celebrar un funeral conjunto, como si fueran una pareja. Anteayer leí
en Religión Digital que un obispo católico alemán cree
oportuno dialogar sobre la posibilidad de bendecir a las parejas homosexuales.
25 países (todos europeos y americanos, a excepción de Sudáfrica) han
legalizado ya el matrimonio
entre personas del mismo sexo. Cada vez es más frecuente encontrar a
personas famosas que declaran públicamente su condición homosexual. España es
uno de los países con mayor
aceptación de la homosexualidad. Crece la distancia entre la doctrina
de la Iglesia (que para muchas personas defiende algo obsoleto) y la estimativa social (que considera
normal las múltiples formas de diversidad sexual).
O, al menos, eso es lo que parece a primera vista. ¿Cómo afrontar con clarividencia y serenidad
este controvertido asunto? Lo más fácil sería ignorarlo, taparse los ojos, pero eso no cambia la
realidad. Creo que los lectores de este Rincón conocen bien cuál es la postura de la
Iglesia católica sobre la homosexualidad
en general y sobre la
atención pastoral a las personas homosexuales en particular. Es
imposible abordar en este blog la
complejidad genética, educativa, psicológica, social, política y moral de un asunto como
este, pero, por lo menos, quisiera esbozar un acercamiento humano.
No es lo mismo debatir en
un plano puramente teórico (en el que podemos esgrimir todo tipo de argumentos)
que acercarse a las personas concretas y escuchar con empatía su experiencia, a
veces su drama. Por esas casualidades de la vida, el pasado verano pude conversar
con, al menos, cuatro personas que me contaron lo que ha significado en sus
familias la presencia de un hermano (o hermana) homosexual. En un caso, la
reacción de los padres había sido de una extrema rigidez. Les parecía inconcebible
que “eso” pudiera suceder en su familia. Se preguntaban qué habían hecho mal
para que un hijo “saliera” así y todos quedaran estigmatizados por su culpa. La mezcla de
culpabilidad, desprestigio social y estereotipos culturales produce un cóctel
de imposible digestión. En los otros tres casos predominó una actitud de comprensión
y acogida, aun cuando los padres y el resto de la familia no acababan de
aceptar que su hijo o hermano viviera en pareja con otra persona de su mismo
sexo. Me hablaron también del drama que algunos habían arrastrado desde la adolescencia
hasta poder comunicar a su familia su orientación sexual, del dolor sufrido,
incluso de los intentos de suicidio. Si esto sucede todavía hoy en la liberal Europa, uno puede imaginar lo que sucederá en países como
Rusia, Nigeria o India, donde la homosexualidad es ilegal y está castigada.
Más allá de las
cuestiones jurídicas debatidas, la pregunta que todo cristiano debe formularse
es muy sencilla: ¿Cómo actuaría Jesús en estos casos? ¿Cuál sería su actitud ante las personas
homosexuales? No tenemos ninguna referencia explícita en el Evangelio, aunque
algunos exégetas interpretan que el famoso “siervo” del centurión romano curado
por Jesús era, en realidad, su
amante (cf. Lc 7,1-10). Jesús lo habría curado sin condenar esta condición, movido por la gran fe del centurión. En este y otros casos corremos siempre el
riesgo de manipular el Evangelio a nuestro antojo, pero, por otra parte, es verdad que en el Evangelio hay suficientes
claves (no recetas) para iluminar nuestra forma de actuar ante las diversas y complejas situaciones humanas. Parece claro que Jesús entendía el matrimonio como la unión de un
hombre y una mujer. En respuesta a los fariseos que le preguntan, para
ponerlo a prueba, si puede un hombre repudiar a su mujer, Jesús enuncia el
proyecto de Dios expresado en el Génesis: “Al
principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un
hombre a su padre y a su madre, [se une a su mujer] y los dos se hacen una sola
carne. De suerte que ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios
ha unido que no lo separe el hombre” (Mc 10,6-9). Es verdad que aquí Jesús
está oponiéndose al divorcio, pero lo hace en el marco del proyecto de Dios sobre
el matrimonio. Personalmente, en línea también con la doctrina de la Iglesia,
no logro entender cómo se puede hablar de “matrimonio” en el caso de dos
personas del mismo sexo. Sé que en los últimos años se ha puesto en marcha una combativa
argumentación basada en los derechos humanos, he leído algo sobre las presiones del poderoso lobby LGTB, pero debo
confesar que no acaba de convencerme. En el plano de la regulación social, preferiría
hablar de “uniones civiles” para calificar la convivencia entre personas del
mismo sexo y legislar sobre ella. Reconozco que un estado plural no puede dejar
esta realidad (que tiene claras consecuencias personales y sociales) en un limbo
jurídico.
En cualquier caso, hay algo
sobre lo que no tengo dudas: una persona homosexual es un ser humano y, como
tal, debe ser tratada. Esto parece una obviedad casi insultante, pero muchas costumbres
sociales (y algunas actitudes pastorales) parecen ignorarlo. Resulta
inadmisible que todavía hoy una persona sea injuriada, discriminada, ridiculizada
o perseguida por su orientación sexual. Cada poco tiempo saltan noticias de este tipo. Más allá de las controversias morales y
jurídicas sobre el modo de regular las relaciones -asunto sobre el que se sigue
debatiendo- hay algo incuestionable: el respeto, la escucha y el apoyo. El
Catecismo de la Iglesia Católica habla de “respeto,
compasión y delicadeza”. Creo que, siguiendo esta línea, que es la que Jesús
adopta siempre con las personas necesitadas, nunca nos equivocamos. Por la
línea de la condena y la marginación podemos desacreditar a Dios “en nombre de
Dios”. En este caso, la religión se convertiría en un yugo opresivo y no en un
camino de libertad. Por la línea del amor, siempre expresamos lo que Dios quiere para todos sus hijos.
Por aquí va lo que suelo
aconsejar a algunos padres cuando comparten conmigo su perplejidad a la hora de
afrontar la situación de un hijo o una hija homosexual. Esto no significa
legitimar comportamientos que la Iglesia califica de “intrínsecamente
desordenados”, sino fijar los ojos en la persona y amarla como ella es,
incluidas sus contradicciones y fragilidades, reconocer su misterio personal. Solo en un clima de sincera
aceptación y de aprecio, la persona se acepta a sí misma y da lo mejor de sí, hasta
trascender incluso sus propias pulsiones en un camino de continua superación. El Catecismo de la Iglesia Católica propone
un ideal al que nunca hay que renunciar, aunque pueda parecer heroico: “Las personas homosexuales están llamadas a
la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad
interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la
oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y
resueltamente a la perfección cristiana” (n. 2359). Es muy probable que, en
el contexto hipersexualizado en el que vivimos, muchos consideren que estos
“consejos piadosos” no se hacen cargo de la realidad de las personas homosexuales,
no toman en serio sus necesidades de gratificación afectiva y sexual y no
ofrecen ninguna salida digna y humana, sino que condenan a la persona a una
castidad impuesta. Me hago cargo de estas objeciones, que tienen un fuerte peso. Sin embargo, lo que la Iglesia propone es, con la ayuda de la gracia, el camino más liberador. Comprendo que no es fácil
entenderlo y menos aceptarlo. También aquí se vive uno de esos extremos proféticos del cristianismo que parecen contradecir el espíritu de una época, pero que, en realidad, la salvan porque marcan el verdadero rumbo de un humanismo integral.
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