Stefan Zweig, el escritor austríaco, se suicidó, junto con su
segunda esposa, el 22 de febrero de 1942 en Petrópolis, Brasil. Su curiosidad
intelectual, su solvencia económica y sus ansias de libertad hicieron de él un
viajero impenitente por tierras de Europa, Asia y América. Enamorado de la rica y compleja cultura europea, fue
también uno de los primeros que intuyó su ocaso. Me he topado, una vez más, con
él por pura casualidad, hojeando un libro reciente de poesía, cuyo título es, en sí mismo, un retrato nuestro tiempo consumista: Poemas
para ser leídos en un centro comercial. Está escrito por Joaquín
Pérez Azaústre, un joven escritor andaluz que ha publicado novelas, libros de
poemas y ensayos. El primer poema se titula precisamente Petrópolis.
Está encabezado por una cita de Stefan Zweig, tomada de su autobiografía El
mundo de ayer: “La tolerancia
no era vista, como hoy, con malos ojos, como una debilidad y una flaqueza, sino
que era ponderada como una virtud ética”. Recrea poéticamente el instante
que precede al suicidio del escritor austriaco. ¿Cómo se puede detener el tiempo
y expresar con palabras lo que uno siente ante su muerte próxima o quizás ya producida en el corazón antes de que el cerebro se pare? Solo la poesía nos permite este tipo
de excursiones emocionales. Los últimos tres versos son lapidarios: “No tengo identidad. No tengo rostro / ni
nadie que me diga que soy Stefan Zweig / y que una vez amé la ceniza de Europa”.
Constituyen el colofón a su testamento existencial y literario.
Tomo prestados estos
versos de Pérez Azaústre para expresar la experiencia de muchos hombres y
mujeres que vagan por la vida sin saber quiénes son. Se levantan cada mañana,
colocan sus cuerpos bajo el agua tibia de la ducha, ingieren un zumo de naranja
y unas tostadas untadas con mantequilla y mermelada, se precipitan sobre el metro con una
cartera en la mano o una mochila a la espalda, se calan los auriculares para
escuchar la misma música de siempre, dicen hola a sus compañeros de trabajo, se acomodan
frente a su mesa atiborrada de papeles, encienden el ordenador, intercambian bromas inocuas, matan el tiempo como pueden, dicen algunas palabrotas para exorcizar el tedio, ejecutan acciones sin saber bien por qué ni para qué, calculan su rédito monetario, hacen una pausa para tomar un café solo, comentan la última jornada de la Liga, regresan de nuevo a
casa abriéndose paso en un océano humano de transeúntes con caras desgastadas, se desploman sobre un sofá
que, tras muchas horas de sedentarismo buscado, ha adquirido ya la forma de sus cuerpos, engullen una ensalada o una tortilla de patatas frente al
televisor mientras escuchan las últimas noticias sobre Donald Trump y las riegan con agua o con vino y cerveza, y luego, rendidos por la
rutina cotidiana, regresan a la placenta materna del lecho y se abandonan sumisos a un olvido programado. Y así un día
y otro, con algunos momentos de exaltación (un poco de sexo, un poco de alcohol, un poco de fútbol, un poco de cariño, un poco de todo) y frecuentes simas depresivas. No
están solos. Se cruzan con mucha gente cada día, a veces demasiada, pero no hay
nadie que traspase la puerta de su intimidad, que pronuncie en voz alta
su nombre y les devuelva el perímetro de su nada.
Quizás todos llevemos dentro un Stefan Zweig sin saberlo. Solo la poesía se atreve a poner palabras a esta experiencia de sinsentido, a ese momento en el que, mirándonos en el espejo, ya no vemos un rostro, sino solo un mapa lleno de preguntas, heridas y lamentaciones, un mapa turbio que no sabe conducirnos de vuelta a casa.
Quizás todos llevemos dentro un Stefan Zweig sin saberlo. Solo la poesía se atreve a poner palabras a esta experiencia de sinsentido, a ese momento en el que, mirándonos en el espejo, ya no vemos un rostro, sino solo un mapa lleno de preguntas, heridas y lamentaciones, un mapa turbio que no sabe conducirnos de vuelta a casa.
Os dejo con el descarnado
poema de Pérez Azaústre. No sé si Stefan Zweig lo haría suyo, pero pone música
a la muerte anticipada de muchos zombies
que recorren nuestras calles con un teléfono pegado a la oreja y una insuperable
tristeza en el alma.
En esta habitación de
hotel no soy un hombre,
ni soy un hombre más, ni
un único hombre,
ni mucho más que un
hombre a punto de morir.
El espejo del baño me
muestra un hombre muerto,
que ya sabe que ha
muerto,
que planeó la liturgia de
las horas contadas
y las pocas palabras que
aún podrá escribir.
No serán más que éstas:
Yo transcribí del sol
al lenguaje más vivo de
todos los idiomas
y crucé el continente en
la calima
del fuego incandescente,
su griterío en domingo,
la música de orquesta
resonando
al volver de la tarde por
el campo de Viena.
Yo acaricié en silencio
la voz de Cicerón
y salvé su cabeza de los
pies del senado,
y vi resucitar a Händel
en Irlanda
con robustez titánica al
Mesías,
y pude leer a tientas, en
esa oscuridad
mecida para un canto
benévolo y tardío
la Elegía de Marienbad de Goethe.
Era el mundo de ayer, ése
era el mundo
que pudo ver nacer La Marsellesa
tras tres horas geniales
de una vida invisible,
en la estela fulgente del
viejo Dostoievski
vivo como un león tras
vencer al cadalso,
suave como el viento en
la tumba de Tolstói.
La flor del balneario,
las noches espectrales
de una mansión nodriza
con todos mis amigos,
pabellón de reposo del
palacio de invierno.
Ahora estoy aquí solo, en
esta habitación
y no tengo ni rumbo, ni
unas señas,
ni tampoco una carta de
alguien que me espere.
Los campos de exterminio
no son ningún secreto,
ni la estrella amarilla
cosida a la chaqueta
ni el expolio terrible de
la casa de todos.
Ya no me queda tierra, ni
barrio, ni ciudad.
No soy un hombre joven, y
en esta habitación
morir al menos es un acto
de conciencia.
He desaparecido. Ya no
tengo ni nombre
y mis libros se queman,
son el carbón del cielo.
No tengo identidad. No
tengo rostro
ni nadie que me diga que
soy Stefan Zweig
y que una vez amé la
ceniza de Europa.
Escrita la entrada de hoy, me entero de la muerte del anti-poeta chileno, Nicanor Parra, Premio Cervantes en 2011, a la más que poética edad de 103 años. Vale la pena acercarse a los versos juguetones y provocativos de este ateo genial.
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