Hoy tendría que
estar muy contento. Ayer se clausuró con éxito en Madrid la 46 Semana Nacional de Vida Consagrada, organizada por el Instituto Teológico de Vida Religiosa de los Misioneros Claretianos. El sábado 22 se ordenaron en Sevilla dos
presbíteros claretianos y tres diáconos. Y, para rematar, yo mismo
viajo esta mañana a la capital hispalense, una ciudad en la que siempre me siento a gusto. Sin embargo, no todo es alegría pascual. Hoy escribo
desde la rabia, que –lo reconozco– nunca es buena consejera. Las noticias son tozudas. Otra vez la corrupción ha saltado al primer plano. A algunos
de mis amigos anglosajones se les escapa de vez en cuando una crítica que, en
buena medida, comparto. Se refiere al alto grado de corrupción que –según ellos–
caracteriza a los países de tradición católica y, de manera especial, a su
clase política.
Me duele admitirlo, pero los hechos no hacen más que confirmar
una y otra vez la percepción de mis amigos. Me parece evidente que se verifica en países como Italia, España, México, Brasil, Argentina y en muchos otros países latinoamericanos. Los mismos políticos y empresarios que –amparándose
en el anciano Benedicto XVI– denunciaban el relativismo moral que campa en el mundo moderno, no tienen el
más mínimo reparo en desviar fondos públicos para sus partidos o directamente a
sus bolsillos. Por la mañana van a misa y defienden a la Iglesia del acoso
mediático y por la tarde realizan un par de operaciones de ingeniería financiera para que los dineros no se pierdan en
absurdos proyectos sociales sino que vayan a engrosar sus cuentas en algún
paraíso fiscal. Hay también una derecha católica atea que no se queda atrás a la hora de competir en la fétida carrera
de la corrupción. Incluso en las instituciones de la Iglesia se dan algunos casos.
¿Qué nos está pasando? ¿Cuándo vamos a poner freno a este desprecio de la verdad
y la justicia? ¿Quién se permite disponer a su antojo del dinero de los ciudadanos que debe destinarse a fines sociales? ¿Qué mundo estamos construyendo?
He escrito varias
veces contra la corrupción en este blog
porque es un asunto que me irrita. Me parece que la actitud ante ella es uno de los termómetros que mejor mide
la salud de una persona y de una sociedad. He hablado de la pésima
corrupción de los mejores, de la mediocridad
general como caldo de cultivo y de la transparencia
como actitud imprescindible para superarla. Vuelvo a la carga en este lunes de
abril porque la semana pasada fue un rosario de noticias insufribles. Me
importa poco el color de los implicados. Para mí no supone ningún consuelo
afirmar que todos los partidos políticos
y muchas empresas se mueven en este
clima generalizado de corrupción o que muchos contratos públicos están amañados. No es una cuestión cuantitativa (el otro más
que yo) sino cualitativa (ser honrado o no serlo). ¿Por qué se producen estos
fenómenos? ¿En qué sentido la cultura
católica los favorece? ¿Cómo se combaten? ¿Cómo se crea una cultura de la
honradez y la transparencia?
Es fácil argumentar diciendo que el ser humano es tendencialmente
avaricioso y que la corrupción siempre ha existido, pero esto no resuelve nada.
Tan avaricioso puede ser un danés o un sueco como un español o un italiano. Sin
embargo, en los países nórdicos el índice de corrupción es muy inferior a los
del sur. No es problema de tendencias humanas sino de educación y hábitos
sociales. Todo comienza en la familia y en la escuela y se alimenta en los grupos de amigos, en las empresas y en las instituciones. Si el matón o el espabilado de turno son aplaudidos porque consiguen aprobar un
examen copiando o sobornando a un profesor, estamos fabricando corruptos sin
darnos cuenta. No podemos poner al mismo nivel el esfuerzo y la pereza, la
honradez y la picardía, la verdad y la mentira. Mientras el pícaro y el aprovechado sigan siendo vistos como personajes atractivos y no como delincuentes, hay poco margen para el cambio de mentalidad. No debemos proponer como
modelos imitables a quienes se han enriquecido a base de fraudes y extorsiones. Es verdad que el cristianismo defiende la igualdad, pero no el igualitarismo. Es verdad que subraya el perdón, pero como fuerza de cambio, no como justificación para seguir obrando mal. Eso de Me confieso y ya está es una perversión del sacramento.
Una vez más
estamos tocando un punto clave que tiene que ver con los intereses y los
valores. Si solo nos movemos por lo que nos interesa (en el más egoísta sentido
de la palabra), entonces todo está permitido. El fin justifica los medios. Si
hemos sido educados en valores (realidades que hacen más noble la vida humana),
entonces tomamos conciencia de ciertos límites. El fin no justifica cualquier medio. Los principios éticos
tienen que ser nítidos y las leyes ejemplares. De lo contrario, una vez creada
la subcultura de la corrupción, es
muy difícil sustraerse a ella. Se practica a todos los niveles. El mismo que
critica a los grandes corruptos no
tiene empacho en practicar pequeñas corrupciones
que acabarán convirtiéndose en grandes
cuando tenga ocasión. No sirven los paños calientes. Hay que dar un fuerte
golpe sobre la mesa y aplicar las medidas legales, políticas (incluyendo las electorales) que más contribuyan a enderezar el rumbo. De no hacerlo, perderemos el mínimo de confianza
que todo sistema político necesita para funcionar y abonaremos el terreno para propuestas
extremistas y dictatoriales. Un pueblo que no es virtuoso, que no busca con denuedo la verdad y la justicia, no aguanta mucho
tiempo la democracia. No, así no. Con la corrupción como bandera no llegaremos muy lejos.
Muy, muy dura esta situación. Es inconcebible que haya gente con una moral tan desviada. Me niego a relacionarlo con una determinada religión y menos con la cristiana. También había escribas y fariseos que se aprovechaban del pueblo. Hacer lo que os dicen pero no hagáis lo que ellos hacen. Un abrazo
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