Ayer, junto con
otros compañeros, estuve confesando a un nutrido grupo de niños y niñas de 10 y
11 años. Para facilitar el encuentro, antes incluso de hacer la señal de la cruz,
los acogí con un breve saludo: Buon
giorno, come stai? (Buenos días, ¿cómo estás?). Ellos, con pocas variantes,
me respondieron: Molto bene, e tu? (Muy
bien, ¿y tú?). El molto bene lo
encuentro lógico. Es la respuesta cortés que siempre se da. Lo que me sorprendió fue ese ¿Y tú? dicho con total espontaneidad y con
la perfecta vocalización típica de los niños italianos. Era una forma de entrar
en diálogo, de ponerse a la altura de un adulto. Algunos vacilaban entre
tratarme de usted o de tú, pero la mayoría optó por el tú sin titubeos. A
partir de ahí, con idéntica naturalidad, comenzaban a desgranar sus pecados. En
ningún caso observé miedo, vacilación o disgusto. Al contrario, para ellos era
agradable compartir lo que vivían en su casa, en el colegio y con sus amigos. Casi
todos me confesaban que por la noche hablaban
con Jesús. Uno, que debía de tener ya casi 12 años, me dijo con mucha
sinceridad que no estaba seguro de creer en Jesús porque hasta ahora no lo había
visto. Era su primera “crisis de fe”.
Regresé a casa sereno, con la impresión de haber sido introducido en los misterios
de la Semana Santa a través del magisterio limpio de unos niños libres y
felices. Se encuentran en esa franja de edad en la que ya no son niños pequeños
–de hecho, saben muchas cosas–, pero no han atravesado todavía la línea roja de
la desconfianza.
Los adultos hemos
perdido la capacidad de llamar a las cosas por su nombre y de sentirnos a gusto
actuando así. La educación moralizante y las experiencias negativas nos
convierten en maestros en el arte del fingimiento, los eufemismos, la
diplomacia y en algunos casos la ocultación. Llega un momento en que tenemos
miedo de la realidad. Si algo supone el sacramento de la Reconciliación, como
experiencia humana, es disfrutar de un espacio en el que podemos volver a
llamar a las cosas por su nombre sin tener que guardar las apariencias, sin la
obsesión de presentar una imagen arreglada
y, por supuesto, sin temor a ser juzgados por lo que somos. ¡Lástima que muchas
personas hayan perdido esta posibilidad liberadora por culpa de experiencias negativas
vividas en el pasado o simplemente por vergüenza, inhibición o falta de oportunidades!
Donde no tenemos posibilidad de disfrutar de experiencias genuinas de reconciliación
y sabiduría solemos recurrir a las terapias. Una persona que nunca puede
ventilar su conciencia con libertad, que no se siente escuchada con respeto y
atención, que no experimenta la gracia del perdón, acaba siendo prisionera de
sí misma. A primera vista, parece más autónoma, más fuerte, pero, en realidad,
se asienta sobre bases muy frágiles. Solo los que se abajan son realmente
fuertes.
¡Cómo me gustaría
acercarme al sacramento con la frescura y libertad con que lo hicieron ayer los
niños a los que confesé! Reconozco que me ayudaron más que algunas reflexiones
sesudas que he leído sobre la teología del sacramento. Los pequeños siempre son maestros de las cosas importantes.
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