Estoy de nuevo en
Roma. Los días pasados en Sevilla me han servido, entre otras cosas, para caer
en la cuenta de que solo se crece cuando salimos de una situación conocida y nos adentramos en otra nueva. La vida es un continuo ejercicio de salidas
y entradas. Salimos del vientre de
nuestra madre y entramos en la vida
autónoma. Algún día saldremos de esta
vida terrena y entraremos en la vida
plena. Entre el nacimiento y la muerte se producen otras muchas entradas y salidas. Es el dinamismo de la vida. Negarse a salir significa renunciar a crecer, una especie de muerte anticipada.
Toda salida nos produce inseguridad y temor porque significa dejar lo que
controlamos para asumir el riesgo de lo ignoto. Pero en ese riesgo se esconden
muchas oportunidades de abrirnos a realidades que nos harán madurar. Esto mismo
lo ha vivido la Iglesia desde sus comienzos. Las experiencias de la primera década
(entre el año 30 y el 40 del siglo I) se convierten en una parábola que nos
ayuda a entender cómo se madura.
La primitiva comunidad
de Jerusalén estaba formada por seguidores de Jesús provenientes del judaísmo:
algunos galileos y otros habitantes de Judea. Por lo general se entendían en
arameo y leían las Escrituras en hebreo. Había también un grupo de judíos griegos (es decir, judíos de la diáspora que se expresaban en esta lengua), lo cual creó algunos problemas entre los dos grupos que fueron afrontados con decisión y creatividad (cf. Hch 6). Seguían las costumbres judías.
Frecuentaban el Templo como lugar de oración. Daban mucha importancia a las
relaciones fraternas, incluso compartían sus bienes. Los Hechos de los Apóstoles
hacen un resumen idealizado: “Perseveraban
en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en
las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado y los apóstoles hacían muchos
prodigios y signos. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían
posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno”
(Hch 2,42-45). Las figuras sobresalientes son Pedro y el grupo de los
apóstoles, pero sin olvidar al grupo de los siete diáconos que atienden a la comunidad de lengua griega. Todo empezó a cambiar cuando uno de ellos, el diácono Esteban, fue martirizado
por confesar a Jesús. Entonces comenzó la gran dispersión. La iglesia primitiva salió de Jerusalén.
Algunos de los perseguidos
fueron hasta Antioquía de Siria, una
ciudad situada a unos 550 kilómetros al norte de Jerusalén. Era una metrópoli
solo superada por Roma y Alejandría. Esta metrópoli de Siria dominaba el
extremo nordeste de la cuenca mediterránea. Antioquía (la actual población
turca de Antakya), se fundó
en las riberas del Orontes, río navegable que la comunicaba con su puerto, Seleucia Pieria, a
32 kilómetros de distancia. Dominaba una de las más importantes rutas
comerciales entre Roma y el valle del Tigris y del Éufrates. Como centro
comercial, negociaba con todo el imperio y veía entrar y salir a toda clase de
viajeros, quienes traían noticias de los movimientos religiosos en el mundo
romano. En torno al 10% de la población estaba formada por judíos. Algunos se
convierten a la fe en Jesús. También lo hacen otros no judíos. La lengua común era
el griego. Los Hechos de los Apóstoles describen una comunidad multicultural
que cree en Jesús sin necesidad de pasar a través del filtro judío: “Entre tanto, los que se habían dispersado
en la persecución provocada por lo de Esteban llegaron hasta Fenicia, Chipre y
Antioquía, sin predicar la palabra más que a los judíos. Pero algunos,
naturales de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, se pusieron a hablar
también a los griegos, anunciándoles la Buena Nueva del Señor Jesús. Como la
mano del Señor estaba con ellos, gran número creyó y se convirtió al Señor”
(Hch 11,19-21). Quienes más destacan son Bernabé y Pablo de Tarso. La comunidad
de Antioquía es muy misionera: acentúa la importancia de la evangelización. Conviene
recordar que “fue en Antioquía donde por
primera vez los discípulos fueron llamados cristianos” (Hch 11,26).
Pronto surgirán
algunas tensiones entre la comunidad de Jerusalén (que se considera guardiana del
testamento de Jesús) y la de Antioquía (que expresa con claridad el encargo de
anunciar el evangelio a todos). Las diferencias pudieron acabar en cisma, pero de nuevo se encontró
una solución creativa en el llamado concilio de Jerusalén
(cf. Hch 15) que se tuvo alrededor del año 50, unos 20 años después de la
muerte y resurrección de Jesús. Lo que nos queda claro es que, ya desde el
comienzo, hubo diversas maneras de entender el seguimiento de Jesús (no exentas de tensiones) y que, de
no haber sido por el proceso de salida
de Jerusalén, quizá la primitiva comunidad cristiana no hubiera pasado de ser
un grupo más de los muchos que había en el judaísmo. La salida –que históricamente responde a algunas causas conocidas–
expresa algo más profundo que el mero desplazamiento geográfico hacia nuevos
lugares y culturas. La salida es el dinamismo de la evangelización
porque es el dinamismo del amor, el dinamismo de Dios. Quien no sale de sí
mismo no ama. Por eso, el papa Francisco anima tanto a la Iglesia a ser una Iglesia “en salida”.
Puede que a algunas personas les parezca un eslogan más de los muchos que vamos
acuñando con el paso de los años, pero expresa muy claramente el dinamismo que
le permitió a la Iglesia, ya desde los comienzos, ser casa abierta para todos los
que quieren seguir a Jesús.
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