Ayer comenzamos
la Semana Santa sabiendo que 45
cristianos coptos habían sido asesinados en la Catedral de San Marcos,
en Alejandría, y en la Iglesia de San Jorge, en Tanta, al norte de El Cairo,
mientras celebraban la liturgia del Domingo de Ramos. Por la noche escuché en el
informativo de la RAI italiana la escalofriante noticia de que cada mes son asesinados
unos 300 cristianos en todo el mundo a causa de su fe en Jesús de Nazaret. Hay informaciones
actualizadas acerca de este fenómeno que va en aumento, sobre todo en
India y en el Sureste asiático. ¿Qué está pasando? ¿Por qué los cristianos seguimos siendo
perseguidos en un mundo que, a primera vista, parece más tolerante? Los mártires
no son creyentes del pasado sino testigos de hoy. Sus testimonios los podemos oír,
sentir, tocar. Parece que están lejos, pero, en realidad, están muy cerca de
nosotros. Hoy mismo, mientras me estremezco pensando en hermanos nuestros que
están siendo masacrados a causa de su fe, leo que, según los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas
(CIS), España
sigue siendo católica. ¿Cómo se mide esto? Más allá de las encuestas acerca
de la práctica religiosa y de las estadísticas sobre persecuciones, hay algunas
preguntas que me vienen a la mente después de meditar el evangelio
de este Lunes Santo: ¿Cómo es mi fe? ¿Se parece a la de María de Betania
o, más bien, a la de Judas Iscariote?
La de Judas Iscariote –tal como
se presenta en la escena de hoy– es una fe utilitarista –podríamos calificarla
de posmoderna–, como la de muchos cristianos actuales que dicen estar comprometidos
con la causa de Jesús, pero no están
enamorados de su persona. Sus
preguntas parecen siempre muy serias, exquisitamente racionales, pero esconden
una gran distancia personal con respecto al Maestro: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para
dárselos a los pobres?” (Jn 12,4). Hoy, los Judas modernos la replantean de
otro modo: “¿Por qué la Iglesia no se deja de tantas liturgias y se compromete
más a fondo con las causas sociales? ¿Por qué no vende sus propiedades y dedica
los beneficios a combatir el hambre? ¿Por qué…? Son preguntas retóricas que parecen
muy sinceras porque denuncian los excesos de una religiosidad sentimental o
desinteresada de los problemas sociales, pero a menudo esconden una falta de experiencia mística, de verdadero encuentro personal con Jesús. Uno esperaría que el Maestro aplaudiera una
reacción así, tan sincera y pragmática. A primera vista, parece ir en clara línea con lo que él mismo había dicho: “Porque tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber…” (Mt 25,35). Jesús, sin embargo, reacciona
de manera inesperada y transformadora: “Déjala;
lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tenéis
siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis” (Mt 12,8). Jesús critica
a Judas y alaba el comportamiento de María, que ha ungido sus pies con “una libra de perfume de nardo, auténtico y
costoso”; es decir, que se ha gastado un dineral en algo perfectamente inútil a los ojos de la mayoría, pero no a los ojos de Jesús. El resultado de ese derroche de amor es que “la casa se llenó de la fragancia del perfume”. Solo el amor auténtico da olor de esperanza y alegría al mundo.
El relato no
tiene desperdicio. Hay que reconocer que nos saca de nuestras casillas, que rompe nuestros esquemas demasiado lineales y simplistas, pero precisamente ahí reside su valor. Tengo la impresión de que hoy queremos vivir una fe tan
racional, tan utilitarista, tan aséptica, tan social,
que hemos perdido su significado más profundo. La fe tiene una ineludible dimensión transformadora de la sociedad, pero es preciso que se trate de una fe genuina; es decir, de una experiencia de amor exagerada,
desbordante, que vaya más allá de lo razonable. Si no, acaba quedándose en el ámbito de las ideologías. La
fe es, antes que otra cosa, una expresión de confianza ilimitada. María de Betania lo ha comprendido. Judas,
aunque admira a Jesús y simpatiza con su causa, no está dispuesto al derroche de la fe, se queda a medio
camino. Instrumentaliza a Jesús al servicio de sus propias ideas. Le interesa
más la causa (al menos como él la
comprende) que la persona. El
resultado es primero la desilusión, después la traición y por último la desesperación. Pienso
que muchos de los cristianos que vivimos confortablemente la fe en países donde
no somos perseguidos nos parecemos bastante a Judas. Algunos siguen su mismo itinerario:
partiendo de una admiración por Jesús acaban desesperados porque la fe no
responde a lo que ellos quieren o imaginan. Estamos dispuestos a seguir a Jesús
mientras esta fe no altere nuestra seguridad y no nos exija el derroche del
amor sino solo una actitud de razonable aquiescencia que se compagine bien con
nuestras ideas e incluso con nuestras ideologías.
Los miles de
hermanos nuestros que son martirizados cada año en otras partes del mundo no se
contentan con ser personas razonables. No tienen por patrón al razonable Judas Iscariote. Se juegan la
vida por mostrar su fe en Jesús. Han entendido lo que significa la fe como
derroche de amor. Están dispuestas a verter el perfume de una fe puesta contra
las cuerdas. ¿Podemos echar en el olvido su testimonio? La Semana Santa es un
memorial de la pasión, muerte y resurrección de Jesús y también una profunda
comunión con sus seguidores (hombres y mujeres) que hoy siguen padeciendo y
muriendo a causa de una fe exagerada
en Él.
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