Me cuesta escribir de estas cosas, pero la realidad se impone. No hay nada más religioso que la realidad. Sin papel celofán y sin Photoshop. Cuando alguien te cuenta con pelos y señales las miserias humanas de un monasterio o lo que se cuece en una cárcel de máxima seguridad en la que hay encerrados jueces y altos mandos de la Guardia Civil, te entran ganas de pegar un puñetazo en la mesa y desconfiar para siempre de la naturaleza humana. Si luego te enteras de cómo funciona la maquinaria interna de los partidos políticos o de los clubes de fútbol, entonces ese poco de confianza que aún quedaba se evapora. Dejemos fuera, por el momento, el mundo empresarial y mediático para no echar más leña al fuego.
Una de las cosas más hermosas de la vocación sacerdotal es que uno está a menudo en contacto con lo peor de la condición humana y con la sublimidad del Misterio. La tentación es considerar que se trata de dos mundos paralelos que no tienen nada en común y que nunca se tocan. La misión, sin embargo, consiste en hacer ver que el Dios en quien creemos ha descendido a los infiernos de la miseria humana como nosotros ni siquiera imaginamos. O, dicho en otras palabras, que la gracia se abre paso en la desgracia.
Cuando cada domingo recitamos el Credo, decimos que creemos “en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, Todopoderoso”. Aparte de la inusitada referencia al procurador romano Poncio Pilato (el único ser humano que aparece con su nombre propio en el símbolo de los apóstoles), siempre me ha desconcertado la alusión a que Jesucristo descendió a los infiernos. El Catecismo de la Iglesia Católica ofrece una explicación sucinta de esta expresión incomprensible para el hombre moderno.
¿Incomprensible? Quizá no tanto cuando tenemos la oportunidad de asomarnos a las cloacas de nuestra sociedad y caemos en la cuenta de que cada uno de nosotros puede estar inmerso en ellas. Ninguno estamos completamente a salvo. Además de nuestra responsabilidad personal, influyen mucho las circunstancias en las que nos ha tocado vivir y de las que no podemos librarnos fácilmente. Hay empresarios y políticos que son admirados en su vida pública y odiados en la vida privada por su inmoralidad. Hay obispos, sacerdotes y religiosos que parecen ejemplares de día y son viciosos de noche. Hay científicos y artistas que son respetados como eminencias y, en realidad, son maltratadores profesionales. Pero también al revés. Hay alcohólicos, prostitutas y traficantes de droga que son vilipendiados en público y tienen un corazón de oro. La realidad no es siempre lo que parece.
En cualquier caso, más allá de nuestros juicios apresurados sobre la moralidad o inmoralidad de una persona o de una situación, la fe cristiana confiesa que Jesucristo ha descendido a los infiernos de cualquier condición abyecta. Él sabe lo que significa ser esclavo de la droga, sicario al servicio de una banda urbana, ladrón de guante blanco, abusador de niños, extorsionador de ancianos incautos, político corrupto, eclesiástico arribista, vendedor del propio cuerpo… A diferencia de nosotros, que nos escandalizamos de estas cloacas humanas y que a menudo huimos de ellas, Jesús desciende a los infiernos para arrastrar con él a todos los que no pueden salir por sí mismos de esa cárcel nauseabunda. Su bajada es, en realidad, el primer movimiento de una subida. El descenso es ascensión.
El verdadero cristiano no pierde el tiempo en escandalizarse de la débil naturaleza humana (entre otras cosas porque él o ella puede verse abocado a situaciones semejantes), sino que intenta por todos los medios hacer presente la gracia de Dios en cualquier situación de desgracia. El verdadero cristiano cree a pies juntillas lo que dice Pablo en su carta a los romanos: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Siente rabia cuando un inocente es aplastado o cuando un arrogante se aprovecha del pobre. Le duele que un sacerdote abuse de un niño o lleve una doble vida. Desconfía de la justicia cuando se entera de que algunos jueces se dejan sobornar. Pierde las ganas de votar cuando un día tras otro se destapan casos de corrupción entre los políticos. Pero, tras una primera reacción indignada, sabe que el mal solo se vence de raíz a fuerza de bien.
La misma persona que me confesaba que fue abusada por un monje cuando era adolescente y que no siempre ha encontrado acogida empática en las autoridades de la Iglesia, me decía a continuación, entre lágrimas, que perdonaba de corazón a quien había abusado de él y que, entre otras cosas, se dedicaba a llevar consuelo y compañía a los presos de una cárcel muy conocida. Respondí a su confesión con un silencio respetuoso, admirativo, desconcertado. Es verdad que quienes han descendido a los infiernos en su vida personal y allí han descubierto el rostro acogedor de Cristo desarrollan una enorme capacidad de hacer presente la gracia de Dios en las cloacas de la existencia humana. ¿No es este un signo incontrovertible y estremecedor de la resurrección de Jesús? Sí, la gracia siempre acaba derrotando al pecado. Hay testigos que pueden contarlo con pelos y señales.
Precioso Gonzalo. Muchas gracias
ResponderEliminarNo es fácil descubrir que “la gracia se abre paso en la desgracia”.
ResponderEliminarTambién a mi “siempre me ha desconcertado la alusión a que Jesucristo descendió a los infiernos.”
Escribes: Jesús “desciende a los infiernos” para arrastrar con él a todos los que no pueden salir por sí mismos de esa cárcel nauseabunda. Su bajada es, en realidad, el primer movimiento de una subida. El descenso es ascensión."
Gracias Gonzalo por poner luz en este tema difícil de entender y descubrir… Hay muchas “cloacas” en nuestro mundo… Es liberador poder descubrir la acción de Dios en ellas.
Grande. Llega al corazón y también a la mente. No es buenismo lo que escribes es algo mucho más profundo y fructífero para el "malo" y para cada uno de nosotros. Nunca jueces sino abiertos a comprender y a ser capaces de reconocer que por muy "malo" que haya sido al que encontramos en el camino, siempre puede salir adelante.
ResponderEliminarGracias