Dicen que
uno de los rasgos de la sabiduría es la
simplicidad, que se opone a la complicación, pero no a la complejidad. Que la
vida es compleja
no hace falta demostrarlo. Otra cosa es que la hagamos innecesariamente
complicada. Paseando estos días por los bosques húmedos de mi pueblo, respirando
un aire incontaminado y disfrutando del silencio, caigo en la cuenta de que
necesitamos
pocas cosas para vivir bien. Se podrían resumir en tres:
salud, trabajo y
relaciones. Y, naturalmente,
un propósito que dé sentido a las tres. En el caso
de los cristianos, este propósito es
la fe en Jesús de Nazaret como revelador
de Dios y maestro de un nuevo modo de vivir.
Gozar de buena salud no significa
caer en la obsesión de las sociedades ricas que se agobian con un kilo de más o
de menos o dan una importancia excesiva al aspecto corporal. El trabajo es una
fuente de dignidad y realización. Condenar a una persona a no poder trabajar es
seguramente el camino más directo al adocenamiento y la manipulación. Por último,
las relaciones. Las redes sociales nos han acostumbrado a tener cientos o miles de
amigos digitales y a medir nuestra popularidad en likes o retuiteos,
pero la experiencia nos dice que para vivir es suficiente tener una vida
familiar y/o comunitaria satisfactoria y unos pocos amigos de verdad.
Para llegar a esta simplicidad se requiere a veces un camino
largo y travagliato (trabajoso), como dicen mis amigos italianos. Cuando
somos jóvenes o estamos en la mitad de la vida creemos que la plenitud consiste
en acumular más saber, más dinero, más poder, más relaciones, más viajes, etc. Se
considera que una persona ha tenido éxito en la vida cuanto más ha sabido acumular.
A menudo esta acumulación exige esfuerzos desmedidos. Se consigue descuidando
precisamente lo más esencial: la salud, las relaciones y la espiritualidad. Me viene a la mente la parábola de Jesús sobre el rico insensato y esa advertencia terminante: “Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has acumulado?”. Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (Lc 12,20-21). Si
no caemos en la cuenta a tiempo de este desequilibrio, podemos pagar un alto
precio. Por eso, no es extraño que, a la altura de los 40-60 años, haya tantos
divorcios, depresiones e incluso regresiones infantiles. Gestionar una vida
complicada exige un cúmulo de energía del que no disponemos. Por eso, podemos fácilmente
estar nerviosos, estresados e irascibles. Tenemos más frentes abiertos de los que
podemos administrar con normalidad. Lo veo en algunos jóvenes ejecutivos que
andan de un sitio para otro con la lengua fuera, explotados por sus organizaciones y empresas a cambio de un sueldo abultado, pero con la impresión de que hipotecan otras dimensiones esenciales de su vida.
Si algo aprendemos durante la Semana Santa, a poco que
prestemos atención al itinerario de Jesús, es que las cosas importantes en la
vida son muy pocas. Casi podríamos decir que una sola. Todo iría mejor en nuestra vida personal y social si supiéramos
centrarnos en lo esencial y no perdiéramos tanto tiempo y energías en lo
accidental. En el camino de la vida es fácil toparse con personas enteradillas,
pero muy difícil dar con personas sabias.
Quizá se podría aplicar al arte de vivir lo que se dice de los profesores a lo largo de su
itinerario académico. Los profesores jóvenes suelen enseñar más de lo que saben
porque necesitan exhibir músculo intelectual y hacerse un nombre. Los
profesores de mediana edad se limitan a enseñar lo que saben como fruto de una larga trayectoria. Los
profesores maduros enseñan menos de lo que saben porque han aprendido a
distinguir entre lo esencial y lo accidental, lo importante y lo urgente y no
se pierden en digresiones inútiles, aunque conozco muchas excepciones a esta
regla general. Abundan también los que se dedican a contar innumerables batallitas y a sacar lustre a sus medallas.
Bueno, esto me lo han enseñado los árboles del bosque, los
pajarillos que menudean por el balcón de mi cuarto y algún que otro libro que
he leído. No es obligatorio estar de acuerdo. Al fin y al cabo, “cada uno
hablamos de la feria (o sea, de la vida) según nos va en ella”. Feliz Martes Santo.
Lo que necesitamos para vivir es muy poco… En la familia, y sobre todo en familias numerosas, no siempre se acumula a nivel personal, sino a nivel colectivo. Y al cabo de los años te encuentras con un arsenal de cosas que no necesitas y tienes que aprender a ser libre y desprendida en medio de todo ello y a vivir con sencillez, dando importancia a lo que la tiene… Intentar vivir como nos enseñó Jesús.
ResponderEliminarEn momentos de orar, consciente de cuanto nos afanamos para vivir, me vienen las palabras de Jesús: “Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta…” “Mirad los lirios del campo, cómo crecen. Ellos no trabajan ni hilan; pero os digo que ni aun Salomón, con toda su gloria, fue vestido como uno de ellos…”
Gracias Gonzalo porque nos ayudas a bajar de las nubes y “tocar de pies al suelo”.
La familia, los verdaderos amigos, la vida es un río que baja y pasa, en el cual día a día nos van sucediendo hechos, circunstancias que debemos afrontar y de las cuales aprender. Los hijos son o mejor deben ser libres para aprender y equivocarse. Pero la sociedad actualesta encasillada en el consumismo, en la competitividad y eso hace que desprecie lo importante, al ser humano como tal.Felices días y descanso
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