Hoy he presidido la Eucaristía en la 51 Semana de Vida
Consagrada. Antes de salir mañana a
primera hora para Polonia –tan cerca de la martirizada Ucrania– escribo a vuela
pluma la entrada de este viernes de Pascua.
Hoy celebramos el Día de la Tierra, pero
yo sigo muy pendiente de lo que ocurre en la casa de espiritualidad de las Religiosas del Amor de Dios.
Viendo a los jóvenes religiosos que estaban
en el salón de actos y luego en la capilla y en el patio, he comprobado que, efectivamente,
algo está cambiando. No tienen nada que ver, ni en su atuendo ni en sus ideas y
estilos, con los jóvenes religiosos de hace treinta o cuarenta años. La dimensión
estética parece haber engullido a la ética.
No tienen ya aire de militantes, sino de peregrinos.
Para la socióloga francesa Danièle Hervieu-Léger, el
paradigma del “peregrino” –a diferencia de los paradigmas del
“observante” y del “militante”, típicos de décadas pasadas– es el que mejor
caracteriza a los creyentes europeos de hoy, e incluso a muchos hombres y
mujeres que buscan un nuevo sentido a su vida en momentos de crisis y
transición. Yo diría que también a los jóvenes religiosos. Muchos (ellos y
ellas) van con el hábito de su orden o congregación, incluyendo el joven carmelita fray Abel de Jesús,
que se despachó a gusto en su intervención titulada “El planeta invisible, el
ciberespacio y los consagrados”.
Esta reivindicación estética –descaradamente posmoderna– tenía
que llegar como reacción frente al feísmo de décadas anteriores. Hace mucho
tiempo que reflexioné sobre el carácter parabólico (y, por lo tanto, bello) de
la vida consagrada y de la necesidad de superar el exceso instrumental que había
caracterizado a la vida religiosa moderna. Ahora ya no se trata de una
reflexión teológica un poco aventurada, sino de un recambio generacional. A los jóvenes religiosos
les encantan las celebraciones cuidadas, el hábito, los espacios sagrados y los
ritos, los folletos bien diagramados, la estética digital…; o sea, todo aquello
que la generación anterior consideró prescindible o secundario. Es la venganza
de lo preterido. Creo que de esta manera conectan mejor con la sensibilidad contemporánea.
Al fin y al cabo, son hijos de su tiempo como los de nuestra generación lo fuimos del nuestro.
Su pasión estética puede liberarnos
de un cierto adocenamiento colectivo, de una excesiva normalización. La “via pulchritudinis” siempre ha sido un
camino privilegiado de espiritualidad. Dios no solo es bueno. Es hermoso. “La belleza salvará al mundo”,
decía Dostoievski. No tengo nada que objetar a estas acentuaciones, que son perfectamente
explicables en la dinámica de la historia, como fueron explicables las reacciones
contestarias de los años 60 y 70 del siglo pasado a una vida
religiosa demasiado rígida y encorsetada.
Pero –como sucede en toda reacción– se corre el riesgo de exagerar un polo y descuidar otros. En este caso es fácil abandonarse a un esteticismo superficial que no transforma a la
persona, sino que simplemente la decora. Por temperamento, edad y formación, no soy muy
dado a los excesos, ni de tipo metafísico, ni de tipo ético o estético. La
madurez consiste en la justa armonía entre todas las dimensiones de la
realidad.
Comprendo algunas acentuaciones, pero sospecho siempre de ellas
cuando se olvidan sus contrapesos o, sobre todo, cuando no preparan para afrontar las dificultades y pruebas de la vida. Ya sé que a muchos jóvenes les encanta
visitar un monasterio, ver a una comunidad monástica vestida con su hábito y
cantando gregoriano. Y que disfrutan colgando en Instagram algunas fotos
llamativas. No seré yo quien diga que todo es puro postureo, aunque confieso que
a veces lo pienso.
Es evidente que no pertenezco a esta generación, pero comprendo su estilo. Me gustaría
que por esta vía estética y digital fueran capaces de acompañar a los jóvenes
en su encuentro con Jesús y que saldaran la brecha que nos separa de ellos. No tendría el más mínimo inconveniente en compartir muchos de sus puntos de vista y hasta sus gustos, pero –siempre hay un pero– tampoco
quiero renunciar a decir lo que pienso a la vista de algunas experiencias fallidas que
he conocido muy de cerca. Creo que el diálogo intergeneracional consiste precisamente en esto: en beneficiarnos todos de las experiencias y puntos de vista de las diversas etapas de la vida.
Siendo metafísicos (como los premodernos) o
comprometidos (como los modernos) o estetas (como los posmodernos) es posible
seguir a Jesús y encarnar su Evangelio, con tal de que no sacralicemos nuestro
punto de vista, nos mantengamos humildes y nos dejemos cuestionar sin miedo. El
Mediterráneo hace siglos que se llamaba Mare nostrum. No es necesario que vengamos ahora a descubrirlo.
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