Hace poco más de un mes conté la anécdota del papa Luna. Había luchado tanto por ser el vicario de Cristo en la tierra en el siglo XV que no había tenido tiempo de ser su amigo. Lo confesaba con tristeza al final de su larga vida: “Entre nosotros no ha habido tiempo para el amor. Teníamos demasiadas cosas que hacer, demasiados entuertos que enmendar, demasiadas tareas que cumplir. No el amor, el deber me ha conducido a Ti. Y ahora, a deshora, caigo en la cuenta de que perdí la vida, salvo que Tú le des, después de terminada, algún sentido”. Me parece un espléndido comentario al Evangelio de este VI Domingo de Pascua en el que Jesús dice que ya no nos considera siervos, sino amigos.
El título “siervo” no es peyorativo. Se aplica en la Biblia a personas que gozan del favor de Dios (como Abrahán, Moisés, David, los profetas, Simeón, María, etc.) e incluso al mismo Jesús. Sin embargo, él prefiere llamar a sus discípulos “amigos” porque “el siervo no sabe lo que hace su señor” mientras que los discípulos son amigos “porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). El siervo es un mero ejecutor de las órdenes y tareas que le encomienda su señor. El amigo, por el contrario, es un confidente, alguien con quien se está en comunión de vida. El amigo encuentra su alegría en poder ayudar a la persona con la que comparte su intimidad. Así es Jesús con nosotros.
La amistad con Jesús tiene tres características. Es portadora de frutos (“Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”), produce una inmensa alegría (“Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”) y es duradera: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Lo bueno es que Jesús no es un amigo escurridizo o que juegue al escondite con nosotros. Él toma siempre la iniciativa: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido”. En la terminología de las redes sociales, podríamos decir que él nos envía una solicitud de amistad que nosotros podemos aceptar o rechazar. Pero es mucho mejor aceptarla. Nos va mucho en ello.
La fórmula utilizada por el evangelio de Juan resulta un poco chocante: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando”. Primero nos dice que no quiere tratarnos como siervos y luego nos pide que hagamos lo que él nos manda. ¿Qué verdadero amigo puede exigirnos estar siempre a sus órdenes? La frase no tiene mucho sentido, a menos que caigamos en la cuenta de que lo que nos manda Jesús no es una retahíla de preceptos. Coincide con lo que nos hace felices y alegra la vida de los demás: “Esto os mando: que os améis unos a otros”. Uno empieza a respirar tranquilo. Merece la pena ser sus amigos.
Tengo la impresión de que el abuso del término “amigo” en las redes sociales ha devaluado su auténtico significado. ¿Son de verdad “amigos” mis casi 2.000 “friends” en Facebook? Evidentemente no, por más que estemos conectados digitalmente las veinticuatro horas del día y de vez en cuando intercambiemos algún mensaje o un puñado de insustanciales “me gusta”, “me importa” o “me divierte”. La amistad es una realidad mucho más noble y escasa. Es verdad que las redes nos permiten conocer a gente que de otro modo nunca hubiera aparecido en nuestra vida, pero se requiere un lento cultivo para que madure una amistad. La mayoría de las amistades digitales nacen y mueren con la misma facilidad.
Algo parecido puede suceder con Jesús. No es difícil encandilarse con su persona y su mensaje. Millones de hombres y mujeres lo han hecho a lo largo de la historia. La fascinación de Jesús sigue viva. Lo que marca la diferencia es “permanecer”. Este es un verbo muy apreciado en el evangelio de Juan. No significa simplemente durar, como duran las cosas: un reloj, un ordenador o un automóvil. Cuando este verbo se aplica a la amistad − y, de modo especial, a la amistad con Jesús – significa estar unidos a la persona del amigo (como los sarmientos están unidos a la vida), compartir la intimidad y ser fieles. En tiempos “líquidos” como los nuestros, en los que todo puede cambiar de la noche a la mañana, es un milagro encontrar amigos así. Jesús sí responde a este perfil. Él es el mismo “ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8). ¿Y nosotros?
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