Hemos llegado ya al XXX Domingo del Tiempo Ordinario. Nos faltan solo cuatro semanas para el
final del año litúrgico. En Europa hemos retrasado el reloj una hora. En
invierno seguimos el horario solar mientras que en verano nos acomodamos al
legal. Ahora amanece y anochece un poco antes.
El Evangelio de hoy nos propone la conocida parábola del fariseo y del publicano. Es posible que sin pensarlo dos veces les adjudiquemos los papeles de malo y bueno respectivamente, pero las parábolas de Jesús siempre ponen a prueba nuestra perspicacia. En realidad, desde un punto de vista moral, el bueno es el fariseo (hace todo lo que un buen israelita tenía que hacer y más); el publicano (es decir, el recaudador de impuestos al servicio de Roma) es un explotador de los pobres, una sanguijuela que les saca los dineros y se queda con parte de ellos; o sea, que, en realidad, es el malo de la película. Si nos ajustamos a los criterios de moralidad, no hay mucho que discutir. Por eso, conviene prestar atención al modo como Lucas introduce el relato porque nos da la clave para entenderlo a cabalidad: “Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.
El Evangelio de hoy nos propone la conocida parábola del fariseo y del publicano. Es posible que sin pensarlo dos veces les adjudiquemos los papeles de malo y bueno respectivamente, pero las parábolas de Jesús siempre ponen a prueba nuestra perspicacia. En realidad, desde un punto de vista moral, el bueno es el fariseo (hace todo lo que un buen israelita tenía que hacer y más); el publicano (es decir, el recaudador de impuestos al servicio de Roma) es un explotador de los pobres, una sanguijuela que les saca los dineros y se queda con parte de ellos; o sea, que, en realidad, es el malo de la película. Si nos ajustamos a los criterios de moralidad, no hay mucho que discutir. Por eso, conviene prestar atención al modo como Lucas introduce el relato porque nos da la clave para entenderlo a cabalidad: “Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.
No es tanto un
problema de conductas cuanto de actitudes. El fariseo era un tipo que se
comportaba bien, pero se pasaba un poco de la raya. Pretendía que Dios le
pusiera un diez (o un treinta, según los baremos de cada país) en conducta, que le diera una palmadita en el hombro y que le colgara una medalla al cuello. No solo eso. Se sentía superior a los
demás. Había acumulado motivos para mirarlos por encima del hombro. El
publicano parece que era muy consciente de que era una rata de alcantarilla. No podía alardear de esquilmar a los pobres. Sabedor de que su expediente conductual era
pésimo, “quedándose atrás, no se atrevía
ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Oh
Dios!, ten compasión de este pecador”. No esperaba de Dios un premio a sus
méritos (que no existían), sino un perdón gratuito (que no merecía). Jesús mismo
aclara el desenlace de ambas historias: “Os
digo que este [el publicano] bajó a su casa justificado, y aquel [el fariseo] no.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido”. En otras palabras, que no podemos presumir de ser buenos ante
Dios. Todo lo que somos y tenemos es fruto de la gracia. Incluso nuestras obras
buenas no son más que manifestaciones de su obra en nosotros. Por eso, el más
santo es siempre el más agradecido (sabe que todo es don), el más humilde (es
consciente de que siempre está en camino) y el más comprensivo hacia las debilidades
de los demás (conoce su propia fragilidad). Cuando, por el contrario, dominan
la soberbia, el orgullo y la rigidez, podemos estar seguros de que no estamos
siguiendo el camino de Jesús.
Sería fácil hacer
aplicaciones al presente, pero es probable que el enfoque fuera errado. Lo más
acertado no es ir repartiendo etiquetas de fariseos
y publicanos a los demás, sino examinarnos
a nosotros mismos. A veces, sin que nos demos cuenta, se agazapa un sutil
orgullo en los juicios que emitimos sobre los demás. No es recomendable
considerarse un “buen católico” e ir criticando a los que nos parece que no lo
son; o, por lo menos, que no lo son como nosotros creemos que tendrían que ser. Es mucho mejor tomar conciencia de nuestra fragilidad y situarnos
humildemente ante el Señor. Esta actitud nos ayudará a valorar lo mucho que hemos
recibido en la vida, a relativizar nuestros méritos, a apreciar los esfuerzos
que los demás hacen por ser mejores, a no buscar un protagonismo desmedido, a
ver las muchas semillas de bondad que hay en las personas, incluso en aquellas
que están en las antípodas de nuestra manera de ver la vida. Hay un tipo de
cristianismo autosuficiente que echa para atrás a quienes van caminando a
tientas y buscan un poco de luz. Esta prepotencia de los “buenos católicos”, en
vez de acercar a Jesús, se interpone como barrera infranqueable. Pero hay otro tipo de cristianismo que no se presenta como modelo de rectitud moral, sino como testimonio de gracia. Este se convierte en guía de quienes anhelan una experiencia de acogida y de perdón. Me parece que necesitamos
menos guardianes de la ortodoxia (la verdad se defiende sola) y más testigos de
la misericordia de Dios.
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