Para muchas personas la vida diaria es muy monótona. Siempre suceden cosas nuevas, pero ellas creen
que, en el fondo, todos los días ruedan la misma película. La rutina se
convierte en fuente de seguridad y al mismo tiempo en una especie de tumba
anticipada. Hacer siempre lo mismo puede resultar placentero, pero también
aburrido. A medida que pasa el tiempo, uno comprende mejor la frase del
Eclesiastés 1,9: “Nihil novum sub sole” (¡No
hay nada nuevo bajo el sol!). Es como si la vida fuera una inmensa rueda que
pasa siempre por los mismos sitios. El sucederse de las estaciones (primavera,
verano, otoño, invierno y otra vez primavera) sería la prueba cósmica de este
tiempo circular. Hay una película coreana con el mismo título que
explora el devenir humano a partir de las estaciones del año. ¡Hasta los sobresaltos
que nos producen las noticias de la actualidad –y no son pocos– acaban entrando
en la rueda de la rutina! Acabamos acostumbrándonos a las manifestaciones violentas
en las calles, los naufragios en el Mediterráneo, los casos de corrupción y el calentamiento
global. Los seres humanos tenemos una enorme capacidad de engullir todo,
deglutirlo y transformarlo en detritos.
Y, sin embargo,
hay veces que, en medio de la rutina cotidiana, se producen unos chispazos de
luz, unos instantes de plenitud. Es como si durante unos segundos o minutos percibiéramos
que existe otra realidad, que la vida puede ser diferente, que estamos llamados
a una plenitud que va mucho más allá de lo que vivimos cada día. Durante esos instantes
tenemos la impresión de que el tiempo se detiene. Quisiéramos que durasen
eternamente, quizás porque, sin darnos cuenta, constituyen un anticipo de la
eternidad a la que estamos llamados. ¿Quién no ha vivido algún instante de estos?
A veces, se da en medio de una conversación entre amigos, cuando nos parece que
somos una sola alma en dos cuerpos. O en el encuentro entre enamorados. O cuando escuchamos un fragmento de música
que nos conmueve sin que sepamos por qué. O cuando contemplamos el horizonte marítimo
y sentimos que el infinito se cuela dentro de nosotros. O cuando vemos el cielo
estrellado y una especie de escalofrío nos recorre el cuerpo. O cuando, solos
en el silencio de una iglesia, intuimos que Dios está ahí, susurrándonos al oído. O cuando agarramos la mano de una persona moribunda y sentimos que entre la vida y la muerte no hay un abismo insondable. O cuando alguien nos dice “te quiero” y se ilumina
nuestra noche. O cuando contemplamos a un niño feliz y se despiertan en nosotros
las añoranzas de una infancia perdida y deseada. O cuando miramos a los ojos a
una persona pobre y en ellos vemos reflejado el rostro de Jesús.
Estos “instantes
de plenitud” nos reconcilian con la vida, hacen que no sucumbamos al peso de la
rutina, mantienen la esperanza. Son como claraboyas a través de las cuales
vemos un trozo de cielo. Por su intensidad, luminosidad y regocijo no pueden
durar mucho. Es como si nuestro cuerpo y la tierra toda no estuvieran
preparados para una exultación tan grande. En esos momentos nos brota de dentro
un enorme gracias porque intuimos que
esos instantes no suceden porque sí, no son el resultado de meras conexiones
neuronales, sino que son destellos del cariño de un Dios que se preocupa de nosotros,
que nos insinúa su rostro y el destino que nos aguarda a través de pequeños símbolos.
Somos hombres y mujeres de eternidad. Por eso, los goces que aquí vivimos (dinero,
sexo, poder) nunca acaban de satisfacernos del todo. Estamos hechos para otro
tipo de felicidad. Tenemos hambre de Dios. Solo el encuentro con Él puede
saciarnos. Los “instantes de plenitud” son destellos del Infinito en el devenir
cotidiano que nos ayudan a no perder el rumbo, luciérnagas en medio de la
noche de la vida.
La vida es un instante compuesto de sucesivos instantes, camino de la muerte, nos morimos a cada instante. El presente enseguida se convierte en pasado y el pasado está muerto...o no. ¿Son los instantes únicos e irrepetibles?. No lo se. ¿Y el eterno retorno?.Hay que intentar disfrutarlos eso si, incluso profundamente, pero sin darles excesiva importancia tampoco.
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