Han pasado ya seis años. Recuerdo
muy bien aquella tarde del 13 de marzo de 2013. Terminé la reunión del consejo
al filo de las siete. Corrí a mi ordenador. Llegaban las primeras imágenes
de la fumata bianca transmitidas por
la RAI. No me lo pensé dos veces. Cogí un paraguas y me lancé a la calle. Dudé
entre tomar el autobús o ir a pie. Decidí caminar hasta la plaza de san Pedro.
Caía una lluvia suave. Cuando llegué al cabo de cuarenta minutos, más de la
mitad de la plaza estaba llena. Pasadas las ocho de la tarde el cardenal Turán pronunció
con voz trémula el famoso habemus papam.
Cuando supe que el elegido en la tercera votación había sido el arzobispo de
Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, intuí que se abría una nueva etapa en la
historia reciente de la Iglesia. A mi lado tenía a una joven pareja italiana. Para
congraciarme con ellos les dije que el cardenal Bergoglio tenía ascendencia
italiana. Pensé que se habían sentido decepcionados porque no había sido
elegido un papa italiano tras los extranjeros
Juan Pablo II y Benedicto XVI. Su
respuesta me sorprendió gratamente: “¡Ya está bien de papas italianos! ¡Esperábamos
uno que viniera de lejos!”. Y de lejos vino. Entre Buenos Aires y Roma hay
11.145 kilómetros de distancia. Cuando Francisco se asomó a la logia de la
basílica y saludó con un Buona sera,
la muchedumbre estalló en un inmenso aplauso.
Han pasado seis años.
Como era de prever, el entusiasmo inicial ha dado paso a una etapa crítica
desde dentro y desde fuera, si es que estas distinciones tienen algún sentido.
El papa, recluido estos días en una casa de ejercicios espirituales, atraviesa quizá las horas más amargas de su pontificado. Ha decepcionado las expectativas de muchos
que esperaban no sé qué extrañas decisiones (como si el papa pudiera hacer lo
que le dé la gana), ha escandalizado a quienes lo consideran poco menos que
herético y ha molestado a quienes hubieran esperado una gestión distinta de
asuntos tan complejos como los abusos sexuales a menores, las finanzas
vaticanas o la reforma de la curia. Nunca he sido muy dado a multiplicar las
alabanzas a los papas. Me parece hasta de mal gusto prodigar el incienso. Pero ahora, precisamente
ahora, en estas horas bajas, quiero escribir unas líneas de gratitud al papa Francisco por su testimonio de vida y por su magisterio. No me siento obligado a defenderlo de los ataques injustos porque no lo necesita, porque no soy nadie para hacerlo y, además, porque
las injusticias se las acaba llevando el viento de la historia. La energía se
debe concentrar en otros objetivos que tienen que ver con la comunión y la evangelización.
A principios del mes de
agosto de 2018, el claretiano Fernando Prado, director de Publicaciones Claretianas, viajó de Madrid a Roma para hacerle una larga entrevista al papa
Francisco. El fruto de ese encuentro vespertino de casi cuatro horas en la casa
Santa Marta es un librito titulado La fuerza de la
vocación. La vida consagrada
hoy. Como toda buena
entrevista, se lee de un tirón. Cuando se presentó el libro, traducido a varias
lenguas, el pasado 3 de diciembre, varios medios de comunicación pusieron el
acento sobre lo que el papa decía a propósito de los candidatos homosexuales. A
mí lo que más me gusta de la entrevista es su insistencia en la necesidad de practicar
el discernimiento en todos los órdenes de la vida. Se nota que Francisco es un
jesuita formado en la escuela de los ejercicios ignacianos. Discernir significa
aprender a ponderar los pros y contras de una decisión, a cribar los
prejuicios, a iluminar las situaciones desde la Palabra de Dios, a tener en cuenta
a los sujetos que intervienen y sus circunstancias… en fin, a hacer un
ejercicio de escucha atenta para no dejarnos llevar por reacciones viscerales o
por las modas y presiones del momento. Si algo necesitamos en este momento en
el que abundan tanto las fake news,
los populismos de diverso género, las campañas mediáticas, etc. es el arte del discernimiento.
Espigo un ejemplo tomado de la entrevista al papa. Cuando el
periodista le pregunta sobre cómo afrontar los desafíos de hoy con nuestras
escasas fuerzas, el papa, aludiendo a la historia de David y Goliat, le dice: “Es cierto que muchas veces nos vemos con
estructuras pesadas y grandes: grandes colegios, universidades, hospitales, proyectos
de muchos tipos y con pocas fuerzas, con pocos religiosos. Pues, entonces,
tendremos que discernir. Tendremos que distinguir entre obras y trabajos. No
todos los trabajos son obras. A veces las obras nos han aplastado, ciertamente.
Pero hay que discernir. Tampoco se trata de tirarlo todo por la ventana. Algunos
dicen: “Cerremos los colegios”. No, espera un poco, introduzcamos ahí el
discernimiento y veamos cómo podemos hacer que los colegios respondan a los
desafíos sociales y eclesiales de hoy”.
Estamos tan acostumbrados a que nos digan lo que tenemos que hacer (o a no hacer caso de ninguna indicación) que apenas hemos sido entrenados en un arte que es personal y comunitario. Conozco a personas a las que les pone nerviosas la sola palabra discernimiento. Exigen que la autoridad les diga con todo lujo de detalles lo que se debe cumplir en cada caso, aunque luego hagan lo que les venga en gana. No podemos seguir viviendo con una actitud tan infantil. Discernir es el arte de las personas maduras, de aquellas que no buscan tanto quedarse con la conciencia tranquila (yo he hecho lo que me han dicho) cuanto escuchar la voz de Dios en los acontecimientos de la vida para serle fiel.
Estamos tan acostumbrados a que nos digan lo que tenemos que hacer (o a no hacer caso de ninguna indicación) que apenas hemos sido entrenados en un arte que es personal y comunitario. Conozco a personas a las que les pone nerviosas la sola palabra discernimiento. Exigen que la autoridad les diga con todo lujo de detalles lo que se debe cumplir en cada caso, aunque luego hagan lo que les venga en gana. No podemos seguir viviendo con una actitud tan infantil. Discernir es el arte de las personas maduras, de aquellas que no buscan tanto quedarse con la conciencia tranquila (yo he hecho lo que me han dicho) cuanto escuchar la voz de Dios en los acontecimientos de la vida para serle fiel.
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