El ayuno −junto con la oración y la limosna− es uno de los tres pilares de la Cuaresma. En las diversas tradiciones religiosas, el ayuno se
suele entender como la abstención total o parcial de comer o beber. La Biblia va más lejos. Habla sin tapujos del ayuno que Dios quiere: “abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; compartir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no despreocuparte de tu hermano” (Is 58,6-7). Hoy creo que, además de todo esto, necesitamos también un ayuno informativo
y digital. Es tal la saturación de estímulos audiovisuales que padecemos, que corremos el riesgo de
enfermar. Más de una persona conocida me ha dicho que ha restringido al máximo
la lectura de periódicos y el tiempo dedicado a ver la televisión, escuchar la
radio, navegar por internet y consultar las redes sociales. Tanta información y
tantas opiniones nos van desorientando y fanatizando sin que nos demos cuenta. Estiran
nuestras emociones hasta casi romperlas. Personas que en su vida ordinaria son
sensatas pueden volverse desequilibradas y agresivas por la presión de las noticias.
Veo muy difícil ser adicto a los medios de comunicación y, al mismo tiempo, mantener la serenidad y la paz. Por eso, en esta Cuaresma he empezado a practicar un
cierto ayuno digital, lo cual no me ha impedido enterarme de que hoy, 8 de marzo, se celebra en muchas partes del mundo el Día Internacional de la Mujer. Es una buena oportunidad para organizar algunas
ideas y sentimientos en medio de la tormenta mediática que se ha suscitado en
torno a esta jornada reivindicativa.
Como cristiano, lo
primero que me viene a la mente es un versículo del libro del Génesis: “Dios los creó varón y mujer” (1,27). No
existe el ser humano genérico, asexuado. Dios nos ha pensado como varones o mujeres. Hay
una esencial igualdad y, al mismo tiempo, una imprescindible reciprocidad. Por
eso, me cuesta aceptar las desigualdades históricas y las ideas y hábitos discriminatorios
que yo mismo he podido interiorizar desde pequeño casi sin darme cuenta. Reconozco
que durante mucho tiempo he vivido en un ambiente machista. Hoy veo las cosas de otra manera. No entiendo por
qué, por ejemplo, haciendo el mismo tipo de trabajo, las mujeres siguen cobrando menos que los hombres en muchos países. No entiendo por qué no pueden acceder con
facilidad a puestos de consejo y dirección, también en la Iglesia. No entiendo por qué el trabajo doméstico sigue recayendo casi siempre sobre ellas. No entiendo
por qué se utiliza el cuerpo femenino como reclamo para vender productos. No entiendo por qué se banaliza el
acoso sexual como si fuera un juego y se sigue presentando la prostitución
como algo normal “desde que el mundo es mundo”. No entiendo de ninguna manera
la violencia contra la mujer (tampoco la violencia contra el varón). No entiendo por qué se sacraliza la figura de la
madre o de la esposa y se degrada la de otras mujeres. No entiendo, en fin, por
qué el varón sigue recurriendo a una absurda prepotencia, a no ser que con ella
disfrace su propia debilidad. Es verdad que las cosas han cambiado para mejor con respecto
a lo que se vivía hace algunos años, pero queda mucho camino por recorrer.
Me explico, pues, la
reacción airada de las mujeres. Sintonizo con muchas de sus reivindicaciones. Comprendo incluso algunas exageraciones como etapas casi imprescindibles en el camino hacia la
igualdad real. Creo que, a pesar de haber vivido en un ambiente machista, nunca he visto a la mujer como el sexo débil. Su fortaleza ante la
vida es, con frecuencia, muy superior a la del varón. No tengo la menor duda de
que Jesús, aun teniendo en cuenta los condicionamientos sociales de su tiempo, claramente favorables a los varones, miró y trató a las mujeres con dignidad admitiéndolas en su círculo de discípulos y amigos. Lo que no entiendo es que la lucha por
la igualdad se haga, en muchos casos, a costa de la reciprocidad. Hay un tipo de feminismo extremo, rabiosamente anti-varón, que hace de la mujer un monstruo. Me parece que un varón solo
comprende su identidad profunda cuando se expone a los ojos de una mujer. Y una
mujer solo sabe quién es cuando acepta relacionarse con un varón. En este juego
imprescindible es donde, con frecuencia, naufragamos unos y otros. Preferimos
jugar los papeles de dominador/dominada, seductor/seducida, jefe/trabajadora (o
sus versiones opuestas) antes que explorar el campo de la relación igualitaria en la
que los roles caen y no tenemos más remedio que ser lo que somos: seres humanos grandes y
frágiles a un tiempo. ¡Qué difícil es que un varón y una mujer sean amigos de verdad! Y,
sin embargo, es en este terreno simétrico donde más se pone a prueba la
consistencia de cada uno de nosotros, también de las personas célibes como yo.
Estamos acostumbrados a
los esquemas madre/hijo, hermano/hermana, novio/novia, esposo/esposa. Las
sociedades de cada tiempo han ido dotando de perfiles concretos, aunque
cambiantes, a cada una de estas relaciones clásicas. Pero ¿qué pasa cuando un varón y
una mujer son solo amigos? A más de
una persona le he oído decir que esto es imposible porque, o bien la relación
bascula hacia la seducción y el encuentro sexual, o bien no traspasa la frontera
de la simple camaradería o de la colaboración laboral. Para mí, sin embargo, la verdadera liberación de unos
y otros llega cuando somos capaces de mirarnos a los ojos y aceptamos el riesgo
de desnudar nuestra alma sin caer en la trampa de la seducción o la posesión,
cuando superamos el miedo a compartir convicciones, preguntas, miedos y
fragilidades, cuando renunciamos a ser el fuerte o el débil y aceptamos el
vértigo del encuentro interpersonal. Y, digámoslo claro, de la vulnerabilidad
afectiva. Es más fácil lanzar un piropo o una palabra procaz que ponerse al
mismo nivel y no rehuir la mirada y la palabra. Es más fácil ser amantes que
amigos. En el primer caso, compartimos nuestros cuerpos; en el segundo, tenemos
que atrevernos a compartir nuestra alma. Me parece que en este ejercicio de intimidad los varones somos más
miedosos. Tememos mostrar que, tras el afán de seducción, puede que no haya más
que un hombre vacío, inseguro de su identidad e incapaz de amar. En este
terreno, tanto hombres como mujeres tenemos un gran desafío por delante, un
aprendizaje conjunto que realizar. Más allá de su aspecto lúdico o
reivindicativo, el día de la mujer es también el día del varón porque no se
trata solo de formar un ejército reivindicativo con las pares, sino de plantear un nuevo modo de
relación intersexual que nos construya a todos. El Génesis lo dijo con muy
pocas palabras: “Dios los creó varón y mujer”. Nos está llevando mucho tiempo
extraer las consecuencias.
Hola Gonzalo, a última hora escribo lo que me sugiere tu entrada de hoy.
ResponderEliminarPuede ser un buen ayuno el que comentas: informativo y digital… En muchos momentos estamos saturados y no nos deja tiempo para la oración…
Lanzas una pregunta: Pero ¿qué pasa cuando un varón y una mujer son solo amigos? Yo digo que se traduce en un amor gratuito… A mi modo de ver, hay pocas oportunidades para ello, pero yo creo que es posible... Ya se dice que quien encuentra un amigo o una amiga, encuentra un tesoro…
Estoy de acuerdo contigo, Gonzalo, cuando escribes: “… la verdadera liberación de unos y otros llega cuando somos capaces de mirarnos a los ojos y aceptamos el riesgo de desnudar nuestra alma sin caer en la trampa de la seducción o la posesión, cuando superamos el miedo a compartir convicciones, preguntas, miedos y fragilidades, cuando renunciamos a ser el fuerte o el débil y aceptamos el vértigo del encuentro interpersonal.”
Eskerrik asko!
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