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miércoles, 13 de marzo de 2019

El arte de discernir

Han pasado ya seis años. Recuerdo muy bien aquella tarde del 13 de marzo de 2013. Terminé la reunión del consejo al filo de las siete. Corrí a mi ordenador. Llegaban las primeras imágenes de la fumata bianca transmitidas por la RAI. No me lo pensé dos veces. Cogí un paraguas y me lancé a la calle. Dudé entre tomar el autobús o ir a pie. Decidí caminar hasta la plaza de san Pedro. Caía una lluvia suave. Cuando llegué al cabo de cuarenta minutos, más de la mitad de la plaza estaba llena. Pasadas las ocho de la tarde el cardenal Turán pronunció con voz trémula el famoso habemus papam. Cuando supe que el elegido en la tercera votación había sido el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, intuí que se abría una nueva etapa en la historia reciente de la Iglesia. A mi lado tenía a una joven pareja italiana. Para congraciarme con ellos les dije que el cardenal Bergoglio tenía ascendencia italiana. Pensé que se habían sentido decepcionados porque no había sido elegido un papa italiano tras los extranjeros Juan Pablo II y Benedicto XVI.  Su respuesta me sorprendió gratamente: “¡Ya está bien de papas italianos! ¡Esperábamos uno que viniera de lejos!”. Y de lejos vino. Entre Buenos Aires y Roma hay 11.145 kilómetros de distancia. Cuando Francisco se asomó a la logia de la basílica y saludó con un Buona sera, la muchedumbre estalló en un inmenso aplauso.

Han pasado seis años. Como era de prever, el entusiasmo inicial ha dado paso a una etapa crítica desde dentro y desde fuera, si es que estas distinciones tienen algún sentido. El papa, recluido estos días en una casa de ejercicios espirituales, atraviesa quizá las horas más amargas de su pontificado. Ha decepcionado las expectativas de muchos que esperaban no sé qué extrañas decisiones (como si el papa pudiera hacer lo que le dé la gana), ha escandalizado a quienes lo consideran poco menos que herético y ha molestado a quienes hubieran esperado una gestión distinta de asuntos tan complejos como los abusos sexuales a menores, las finanzas vaticanas o la reforma de la curia. Nunca he sido muy dado a multiplicar las alabanzas a los papas. Me parece hasta de mal gusto prodigar el incienso. Pero ahora, precisamente ahora, en estas horas bajas, quiero escribir unas líneas de gratitud al papa Francisco por su testimonio de vida y por su magisterio. No me siento obligado a defenderlo de los ataques injustos porque no lo necesita, porque no soy nadie para hacerlo y, además, porque las injusticias se las acaba llevando el viento de la historia. La energía se debe concentrar en otros objetivos que tienen que ver con la comunión y la evangelización.

A principios del mes de agosto de 2018, el claretiano Fernando Prado, director de Publicaciones Claretianas, viajó de Madrid a Roma para hacerle una larga entrevista al papa Francisco. El fruto de ese encuentro vespertino de casi cuatro horas en la casa Santa Marta es un librito titulado La fuerza de la vocación. La vida consagrada hoy.  Como toda buena entrevista, se lee de un tirón. Cuando se presentó el libro, traducido a varias lenguas, el pasado 3 de diciembre, varios medios de comunicación pusieron el acento sobre lo que el papa decía a propósito de los candidatos homosexuales. A mí lo que más me gusta de la entrevista es su insistencia en la necesidad de practicar el discernimiento en todos los órdenes de la vida. Se nota que Francisco es un jesuita formado en la escuela de los ejercicios ignacianos. Discernir significa aprender a ponderar los pros y contras de una decisión, a cribar los prejuicios, a iluminar las situaciones desde la Palabra de Dios, a tener en cuenta a los sujetos que intervienen y sus circunstancias… en fin, a hacer un ejercicio de escucha atenta para no dejarnos llevar por reacciones viscerales o por las modas y presiones del momento. Si algo necesitamos en este momento en el que abundan tanto las fake news, los populismos de diverso género, las campañas mediáticas, etc. es el arte del discernimiento. 

Espigo un ejemplo tomado de la entrevista al papa. Cuando el periodista le pregunta sobre cómo afrontar los desafíos de hoy con nuestras escasas fuerzas, el papa, aludiendo a la historia de David y Goliat, le dice: “Es cierto que muchas veces nos vemos con estructuras pesadas y grandes: grandes colegios, universidades, hospitales, proyectos de muchos tipos y con pocas fuerzas, con pocos religiosos. Pues, entonces, tendremos que discernir. Tendremos que distinguir entre obras y trabajos. No todos los trabajos son obras. A veces las obras nos han aplastado, ciertamente. Pero hay que discernir. Tampoco se trata de tirarlo todo por la ventana. Algunos dicen: “Cerremos los colegios”. No, espera un poco, introduzcamos ahí el discernimiento y veamos cómo podemos hacer que los colegios respondan a los desafíos sociales y eclesiales de hoy”. 

Estamos tan acostumbrados a que nos digan lo que tenemos que hacer (o a no hacer caso de ninguna indicación) que apenas hemos sido entrenados en un arte que es personal y comunitario. Conozco a personas a las que les pone nerviosas la sola palabra discernimiento. Exigen que la autoridad les diga con todo lujo de detalles lo que se debe cumplir en cada caso, aunque luego hagan lo que les venga en gana. No podemos seguir viviendo con una actitud tan infantil. Discernir es el arte de las personas maduras, de aquellas que no buscan tanto quedarse con la conciencia tranquila (yo he hecho lo que me han dicho) cuanto escuchar la voz de Dios en los acontecimientos de la vida para serle fiel.


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