Sentada en su butaca roja, mi anciana madre lee un librito con poesías de Antonio Machado. El reloj de la torre de la iglesia da las cinco, pero, si le hubieran dejado, hubiera dado la una para ahorrarse esfuerzos, que no están los tiempos para dispendios. No se ve un alma por la calle. Los 35 grados disuaden de paseos temerarios. La gente sale de sus casas-refugio pasadas las ocho de la tarde, cuando el sol no hiere tanto. Esta es una hora muerta. Todo parece sumirse en un sopor insuperable. Acabados los repiques, oigo el tic-tac del reloj que descansa sobre la mesita redonda. Es como si quisiera recordarme que en las tardes del estío el tiempo no corre, sino que se desliza con suavidad, casi con pereza. Con pocas ganas de emprender tareas más arduas, tecleo la entrada de hoy sin saber todavía por dónde orientarme, a la espera de que las musas salgan de su letargo y me regalen algún tema. Un poco de café con hielo me vendría bien, pero el viaje a la cocina se me antoja un recorrido excesivo. Sigo tecleando recostado sobre el sofá. Me entran en el móvil algunos mensajes que no espero y no acaban de llegar los que de verdad necesito. Paciencia.
Pasar de un ritmo vertiginoso a un tiempo lentificado requiere eso mismo: paciencia. Dicen que esta es una virtud africana. Confieso que no he acabado de hacerla mía, a pesar de los muchos viajes al continente negro. La paciencia es una virtud ligada al sufrimiento. No sé si yo estoy para muchos ensayos. Tal vez la mejor manera de exorcizar los demonios de la siesta sea evocar personas y situaciones y dejar que el texto corra solo. Puedo pensar, por ejemplo, en Donald Trump. Evoco su corpachón de granjero bien alimentado, sus largas corbatas rojas y su tupé rebelde. Recuerdo que, cada vez que va a pronunciar una de sus miles de mentiras (hay contadores en la red), forma un círculo con dos dedos de la mano derecha y dice: “Believe me” (Creedeme), como si fuera consciente de que lo que va a decir resulta increíble (es decir, falso). Comprendo que el “principio de Peter” –según el cual cada uno llega al nivel de su máxima incompetencia– encuentra en él a un egregio representante. Podría evocar también la figura inexpresiva del presidente Vladimir Putin, pero temo que algún agente de los servicios secretos rusos lea esta entrada y me llame al orden.
Hace un par de horas vi a otro grandullón –el presidente Maduro– interrumpiendo su discurso mientras algunos de su guardia personal lo protegían con una especie de escudos blindados. Por lo escuchado, un par de drones cargados de dinamita, que sobrevolaban la escena, pretendían acabar con él. No sé si es cierto o no, pero Maduro está sacando tajada del incidente. El falso o real atentado le permite hacer algunas tareas de limpieza de cuantos cómplices de tamaña acción quiera inventarse. Uno de los primeros acusados, en calidad de instigador, es el presidente colombiano. No podía faltar una alusión a los Estados Unidos. No hay nada como contar con unos buenos enemigos para culparlos de todo lo negativo que nos pasa en la vida. En realidad, la estrategia del presidente (In)maduro la utilizamos todos cuando necesitamos algún chivo expiatorio o no queremos asumir la responsabilidad de nuestros desaguisados. En fin, menos mal que ya no se habla del monstruo del lago Ness, como se hacía antes durante los veranos, aunque se sigue instruyendo al personal sobre los modos “científicos” de combatir el calor, como si todos fuéramos idiotas o estuviéramos a punto de serlo. Estos modos, difíciles de descubrir y aún más de practicar, son: no exponerse al sol, llevar ropa ligera, beber agua, tomarse un helado… y, si el presupuesto lo permite, comprarse un abanico y/o un botijo. En fin, cosas del estío.
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