Si bullen en la cabeza muchas ideas, si los afectos andan revueltos, si se acumulan problemas que parecen insolubles… resulta útil acercarse a un río, sentarse en una de sus márgenes y contemplar durante mucho tiempo el fluir del agua. Yo lo hice ayer. Caminé siguiendo aguas arriba el curso del río Revinuesa, que es un afluente del padre Duero. Otros años, por estas fechas estivales, el cauce era minúsculo. Este año, sin embargo, debido a las abundantes lluvias de primavera y a las reservas de nieve acumuladas en los altos del Urbión, desciende con alegría saltarina. Aprovechando un recodo lleno de cantos rodados, rodeado de altos vinos albares, me senté sobre una piedra voluminosa que hacía de atalaya y desde la que podía contemplar el curso del río con tranquilidad. El sol de la mañana me daba en la espalda, así que no me impedía una contemplación diáfana. No sé cuántas evocaciones se sucedieron durante los minutos que pasé sentado sobre la piedra. Un río de agua cristalina es un libro abierto. Basta leer sus páginas con admiración y paciencia.
Sin poder evitarlo, lo primero que me vino a la mente fue el famoso “panta rei” (todo fluye) de Heráclito. El agua no paraba de saltar por entre los guijarros, siempre la misma y siempre diferente. Como si fuera un niño, imaginé que depositaba mi barquito en ella y que el barquito, superando todos los obstáculos, descendía por el cauce del Revinuesa hasta llegar al río Duero hecho embalse en la Cuerda del Pozo. Y, desde allí, proseguía hasta la ballesta de Soria, se dirigía hacia Aranda de Duero y, bañando pueblos y ciudades como Toro o Zamora, llegaba a Oporto y se perdía definitivamente en la inmensidad del Atlántico. Pensé también en un salmo de nostalgia: “Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar. En los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras” (Sal 138,1-2). Todo río evoca lo que pudo ser y no fue, lo que soñamos que sea. Al final, Jorge Manrique vino también en mi ayuda: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir: / allí van los señoríos, / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos; / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos.”. Es imposible contemplar un río sin pensar en la caducidad de la vida y en su desembocadura. ¿De dónde viene el agua saltarina? ¿Adónde se dirige? O sea: ¿De dónde vengo yo? ¿Adónde voy? Preguntas eternas, aunque de dudosa actualidad.
No sé cuántos minutos transcurrieron, pero el resultado fue un alma apaciguada, como si el río fuera un sacramento de serenidad y un maestro interior sin pretensiones de magisterio absoluto. Aprendí que ninguna situación –placentera o dolorosa– es definitiva, que la vida es un flujo constante, una lucha permanente contra los obstáculos que nos impiden seguir nuestro camino. Aprendí que hay meandros, rápidos, cascadas y remansos, que no siempre caminamos a la misma velocidad, que a veces todo discurre muy rápido y otras se lentifica, que a menudo damos vueltas para sortear dificultades, pero que siempre seguimos fluyendo. Y aprendí también que, por misteriosa que parezca, el agua del río viene de alguna parte y se encamina a otra, que todo tiene un principio y un fin, que no somos seres sin origen y sin destino, por más que no siempre nos sea dado contemplar la cabecera y la desembocadura del río de nuestra vida. Solo quien se alza sobre la tiranía del instante puede contemplar todo el recorrido y advertir sus accidentes. Tendré que volver.
Sin poder evitarlo, lo primero que me vino a la mente fue el famoso “panta rei” (todo fluye) de Heráclito. El agua no paraba de saltar por entre los guijarros, siempre la misma y siempre diferente. Como si fuera un niño, imaginé que depositaba mi barquito en ella y que el barquito, superando todos los obstáculos, descendía por el cauce del Revinuesa hasta llegar al río Duero hecho embalse en la Cuerda del Pozo. Y, desde allí, proseguía hasta la ballesta de Soria, se dirigía hacia Aranda de Duero y, bañando pueblos y ciudades como Toro o Zamora, llegaba a Oporto y se perdía definitivamente en la inmensidad del Atlántico. Pensé también en un salmo de nostalgia: “Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar. En los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras” (Sal 138,1-2). Todo río evoca lo que pudo ser y no fue, lo que soñamos que sea. Al final, Jorge Manrique vino también en mi ayuda: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir: / allí van los señoríos, / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos; / y llegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos.”. Es imposible contemplar un río sin pensar en la caducidad de la vida y en su desembocadura. ¿De dónde viene el agua saltarina? ¿Adónde se dirige? O sea: ¿De dónde vengo yo? ¿Adónde voy? Preguntas eternas, aunque de dudosa actualidad.
No sé cuántos minutos transcurrieron, pero el resultado fue un alma apaciguada, como si el río fuera un sacramento de serenidad y un maestro interior sin pretensiones de magisterio absoluto. Aprendí que ninguna situación –placentera o dolorosa– es definitiva, que la vida es un flujo constante, una lucha permanente contra los obstáculos que nos impiden seguir nuestro camino. Aprendí que hay meandros, rápidos, cascadas y remansos, que no siempre caminamos a la misma velocidad, que a veces todo discurre muy rápido y otras se lentifica, que a menudo damos vueltas para sortear dificultades, pero que siempre seguimos fluyendo. Y aprendí también que, por misteriosa que parezca, el agua del río viene de alguna parte y se encamina a otra, que todo tiene un principio y un fin, que no somos seres sin origen y sin destino, por más que no siempre nos sea dado contemplar la cabecera y la desembocadura del río de nuestra vida. Solo quien se alza sobre la tiranía del instante puede contemplar todo el recorrido y advertir sus accidentes. Tendré que volver.
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