San Roque no figura en el calendario litúrgico universal. A pesar de su pétreo nombre, no parece tener la consistencia de otros santos de prestigio. Y, sin embargo, es muy popular en buena parte de Francia, Italia y España. No solo él, también su perro. Es raro ver alguna representación escultórica de este santo francés sin encontrar el perro a su lado. Antes de que se pusieran de moda las mascotas, Roque de Montpellier había aprendido a mantener una relación de amistad con su fiel can. Hoy volveremos a recordarlo en el día de su fiesta. Y aprenderemos que, frente al cristianismo subjetivo, Roque fue un hombre que aprendió a vivir como el hombre samaritano del que habla Jesús en su conocida parábola (cf. Lc 10,25-37) y también como la mujer samaritana que le pide a Jesús el agua viva (cf. Jn 4,1-42). Fue un hombre de fe y de caridad, de renuncias y de entrega, de sueños y de compromisos. A pesar de la distancia en el tiempo, todavía representa un modelo para los jóvenes de hoy, que se debaten entre miedos y esperanzas, como se ha puesto de relieve en la vigilia de oración que unos 70.000 jóvenes italianos tuvieron el pasado sábado con el papa Francisco en el Circo Máximo de Roma.
Muchos jóvenes ven negro el futuro. Temen que, a pesar de su buena formación, no vayan a encontrar un puesto de trabajo a la altura de su competencia y sus deseos. Han experimentado el vértigo de las relaciones interpersonales, pero tienen miedo de formalizar una relación para toda la vida porque en este mundo tan cambiante parece casi imposible establecer compromisos estables. Les gustaría vivir en un mundo más justo y solidario, pero exprimen todo lo que pueden las posibilidades de este mundo consumista y excluyente. Aprecian mucho la familia, pero a menudo convierten el hogar en una estación de servicios que les sirve para aprovisionarse de todo lo necesario (techo, comida, afecto, dinero), con un mínimo de compromiso por su parte. La religión no les dice mucho, pero a veces se enrolan en cofradías o realizan peregrinaciones porque, en el fondo, sienten el cosquilleo del Misterio, aunque les cueste vincularlo a las formas tradicionales. En general, pasan mucho de política, pero tienen sus opiniones acerca de lo que sería mejor para el bien común. Casi todos sienten pasión por la música en cualquiera de sus inmensas variedades y son muy sensibles a la ecología. Es casi imposible encontrar a un joven que no conecte con esta sensibilidad. Y desde luego, la mayoría son adictos a los teléfonos móviles y a las posibilidades de la era digital en la que nos encontramos. No me gusta mucho ver las cosas desde fuera, y mucho menos convertirme en juez de nadie, pero este es el retrato cordial, hecho a grandes rasgos, que me viene a la mente en el día del joven san Roque.
Los jóvenes de hoy son –como no podría ser de otro modo– hijos de su tiempo. Encarnan los valores emergentes y a menudo tipifican también los vicios de nuestra civilización. En general, están mucho más protegidos que los jóvenes de hace treinta o cuarenta años, pero siguen siendo capaces de asumir grandes riesgos. Algunos lo expresan emigrando a otros países en busca de mejores oportunidades laborales. Se han vuelto más pragmáticos para no caer en frustraciones innecesarias. Y, sin embargo, lo que podría darles alas es no renunciar a soñar. Un joven que no sueña, que no imagina que las cosas pueden ser diferentes, envejece antes de tiempo. Los santos –incluyendo Roque de Montpellier– han sido grandes soñadores porque han visto el mundo con los ojos de Dios. Se han dado cuenta de que nada de lo que nos parece definitivo lo es realmente, y de que muchas cosas que parecen imposibles pueden convertirse en reales “porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37). Por eso, son al mismo tiempo visionarios y creativos, hombres y mujeres de esperanza comprometidos con su tiempo. Cuando uno se acerca a las vidas de los santos, se da cuenta de que no está prohibido soñar.
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