Hoy hacemos muchas fotos con los teléfonos móviles, pero la mayoría está condenada a la desaparición. Testigos fugaces de nuestra efímera vida. Disparamos el objetivo con el secreto deseo de capturar la esencia de personas y objetos para luego llevárnosla a casa enlatada. Salvo excepciones, el resultado no está a la altura de la realidad. Sin embargo, volvemos a las andadas. Hay personas que no disfrutan de las cosas. Se limitan a fotografiarlas para tener un testimonio gráfico de que “yo estuve allí”. Antes de la proliferación de las cámaras digitales y los teléfonos inteligentes, hacíamos menos fotos; algunas se pasaban a papel. Hoy permanecen almacenadas en viejos álbumes que desempolvamos de ciento al viento. Parecían frágiles. Sin embargo, son más resistentes que nuestros formatos jpg, gif o png. Nos sorprendemos viendo cómo eran nuestros bisabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres y esa vieja tía que siempre estaba en medio. Nos reímos con las fotos de cuando éramos niños y exhibíamos nuestro cuerpo desnudo sin el más mínimo pudor. Nos asustamos de ciertas vestimentas que el paso del tiempo ha vuelto ridículas. Descubrimos detalles de pueblos y ciudades que “el progreso” ha arrumbado. Caemos en la cuenta de rasgos que nos asemejan a alguno de nuestros antepasados. Rescatamos a viejos conocidos que creíamos ya olvidados.
En este viaje sentimental por los viejos álbumes he encontrado una foto amarillenta, con los bordes dentados, en la que aparezco con unos tres años sostenido por mi bisabuelo, nonagenario y fumador empedernido. Su longevidad no es un buen testimonio para disuadir del consumo de tabaco. Recuerdo su rostro y sus manos grandes, pero todo está como desvaído. No recuerdo, por ejemplo, el timbre de su voz, ni ninguna palabra suya. Por eso, puedo fantasear cuanto quiera. Él vivió a caballo entre el siglo XIX y el siglo XX. Trato de imaginar cómo fue su vida, cómo fue la vida de su padre (mi tatarabuelo) y la vida del padre de su padre. Hay familias que disponen de un amplio árbol genealógico. Pueden remontarse varios siglos atrás. No es mi caso. Tal vez podría recomponerlo buceando en algunos archivos parroquiales, pero llevaría un tiempo del que no dispongo. Este tipo de investigaciones solo las emprenden quienes quieren exhibir algún título nobiliario o pretenden justificar su descendencia del Cid Campeador o del Gran Capitán. No es mi caso, a pesar de llevar el mismo nombre y apellido que el famoso militar que luchó en Italia por la corona de Castilla.
Más allá de árboles genealógicos y escudos nobiliarios, es importante saber que todos somos fruto de innumerables uniones, que en nuestro río personal vierten sus aguas muchos afluentes que desconocemos. Somos lo que somos –al menos, en parte– gracias al acervo genético que se ha ido transmitiendo y modificando de generación en generación. Antes de que podamos tomar nuestra primera decisión libre, estamos ya condicionados por factores que afectan al color de los ojos y a nuestro cociente intelectual, a nuestra tendencia a la extroversión o a la melancolía, al movimiento o a la quietud. Viéndome en la foto con mi bisabuelo, me siento impulsado a dar gracias a Dios por todos los hombres y mujeres de los cuales procedo. No creo que entre ellos haya ningún personaje famoso. Puede incluso que alguno fuera un delincuente o un aventurero. No puedo cambiar la historia. Solo me queda –hasta donde sea posible– conocerla, aceptarla, agradecerla y proseguirla. En este intento, las viejas fotos de papel me echan una mano. Dudo que las digitales me sean de alguna utilidad dentro de unos años.
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