Después de caminar media hora por las laderas de Askartza, el periódico matutino me sorprende con este titular: “La felicidad se ha convertido en un instrumento de tortura”. Leo la entrevista entera. Contiene pensamientos con los que sintonizo. Solo hay uno del que disiento: “Se repiten muchas tonterías como eso de sal de tu zona de confort para conquistar lo extraordinario, cuando lo ordinario es precisamente lo que deberíamos cultivar y apreciar”. Entiendo lo que el autor quiere decir, pero caben otras interpretaciones. Si uno se mueve siempre en esa zona de confort, donde conoce todo y controla todo, apenas crece. La vida es una salida constante desde el momento en el que nacemos. Todos tenemos algo de Abrahán. Sin “salir de nuestra tierra” no llegamos a la “tierra prometida”. De todos modos, me parece que es verdad que la idea de felicidad que se está difundiendo es la del bienestar instantáneo a base de experiencias vertiginosas. Da la impresión de si no seguimos las “tendencias” de quienes han planeado nuestro futuro, no podemos ser felices. Abundan los mensajes del tipo: “Los lugares que no te puedes perder”, “Los restaurantes que debes visitar”, “Lo que nunca tendrías que hacer con la pizza”, “Diez maneras de cocinar la pasta”, “Seis pistas para lograr el éxito”, etc. Todo esto crea en muchas personas una gran ansiedad. Pareciera que uno no puede ser feliz si no se ajusta a estos baremos que crean tendencia.
¡Qué diferencia con la propuesta de felicidad que hace Jesús! Él no habla de experiencias vertiginosas, cool, innovadoras. El habla de situaciones vitales en las cuales padecemos algún problema o nos esforzamos por algo. En sus famosas bienaventuranzas habla de los pobres, los que lloran, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y la justicia… Todas estas personas experimentan que, en medio de los reveses de la vida, Dios se pone de su parte. Cuando esto sucede, se vive una gran paz interior, aun en medio de situaciones conflictivas o duras. La felicidad de la que habla Jesús no es la felicidad-césped (que hoy luce verde y en pocos días puede secarse si no se riega desde fuera), sino la felicidad-árbol (que permanece lozano siempre porque tiene raíces profundas que le permiten alimentarse, incluso en tiempos de sequía). Echar raíces, cultivar desde niños algunos valores esenciales es la única manera de sobrevivir a la “tiranía de la felicidad”. Uno no está obligado a ser feliz según los parámetros del mercado o de ciertas propuestas eudomonistas que tienen mucha difusión. Uno está invitado a librar el combate de la vida, consciente de que habrá momentos muy duros, pero siempre nutrido por sus raíces.
El verano suele ser una época en la que proliferan las propuestas artificiales de felicidad: vacaciones de ensueño, viajes exóticos, conciertos alucinantes, experiencias de vértigo, encuentros seductores, fiestas interminables… Conviene estar en guardia para que esta “tiranía veraniega de la felicidad” no sea la antesala de una gran frustración y, por lo tanto, de una incurable melancolía. Nadie es feliz por seguir lo que hoy se lleva o por presumir de estar a la última. Más vale no dejarse seducir por estos señuelos, aunque gocen de buena prensa. Para combatirlos, recomiendo leer el De senectute del gran Cicerón. Los clásicos nos curan de la malsana tendencia a “seguir las tendencias”.
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