Ya se sabe que el mes de agosto es el mes del pan. Durante cinco domingos consecutivos se lee en el Evangelio de la Eucaristía el largo capítulo 6 del Evangelio de Juan. Es un caso singular que no se repite en ningún otro momento del año litúrgico. Puede sonar un poco repetitivo –siempre se habla del pan–, pero, en realidad, cada domingo proclama un fragmento que tiene su particular acento. El de este Domingo XIX del Tiempo Ordinario vincula el pan de Jesús a la vida. Quien come de este pan tiene vida en abundancia, puede afrontar el camino de la existencia con seguridad. Cuando alguien nos quiere bien, suele invitarnos a comer. Dar de comer a alguien es como decirle: “Quiero que vivas”. Por eso, las madres, antes de que estallara la plaga moderna de la obesidad, insistían tanto en que sus hijos comieran mucho. Era una forma de desearles que vivieran lo más y mejor posible. El pan se convierte entonces en símbolo de la comida que ayuda a vivir. Jesús insiste en que Él es ese pan que puede alimentarnos para no desfallecer a lo largo del trabajoso camino de la vida.
En Europa, la gran mayoría de las personas tiene sus necesidades básicas aseguradas, lo cual no significa que no existan bolsas de pobreza. Sin embargo, a medida que vamos escalando la pirámide de necesidades, empiezan a ser mayores las carencias. Quizá la necesidad más imperiosa es la del sentido de la vida. Resulta sorprendente que quienes tienen casi todo asegurado (comida, casa, educación, sanidad y diversión) manifiesten una grave carencia con respecto al sentido de sus vidas. Es notable el número de personas que no saben por qué ni para qué viven, aunque estén rodeadas de comodidades. Simplemente, se dejan llevar. Algunos llegan al extremo del suicidio. Es un indicador de que algo no está funcionando bien. Hay demasiada gente sola, confusa, perdida, desorientada. Las propuestas del mercado son infinitas, pero pareciera que ninguna se ajusta a las verdaderas necesidades personales. Ni la casa de los sueños, ni el coche de alta gama, ni el viaje soñado, ni siquiera una nueva relación parecen llenar ese vacío que muchos experimentan. Hay un hambre de felicidad que no acaba de saciarse con nada de lo que el mercado pone a nuestro alcance. Este vacío nos vuelve ansiosos, tristes, posesivos, ciclotímicos, contradictorios, tornadizos, inconstantes e infieles. No es fácil encontrar hoy a una persona serena, equilibrada, sonriente, que esté a lo que está, que sepa lo que quiere y que luche por ello.
En este clima de ansiedad y confusión, decir que Jesús es el pan que da sentido a la vida suena a una frase manida a los oídos de muchos cristianos culturales. También a sus paisanos les parecía increíble que un simple habitante de Nazaret, conocido como el “hijo de José”, prometiera “un pan bajado del cielo”. Jesús es consciente de que nadie lo va a aceptar a menos que sea movido interiormente por Dios Padre. Él habla de atracción. Me gusta esta manera de entender la fe. Creer es el fruto de una atracción que no sabemos de dónde surge, pero que tiene su origen en Dios mismo. A quien cree en Él, Jesús le promete la resurrección en el último día, la vida eterna, vivir para siempre. Son maneras diferentes –todas ellas recogidas en el Evangelio de este domingo– de expresar una misma realidad: que Él es el pan vivo que ha bajado del cielo “para que el hombre coma de él y no muera”. ¿Cómo sentir esa atracción de la que habla Jesús? ¿Qué puede hacer alguien que hace tiempo que ha dejado de creer y que solo experimenta rechazo o indiferencia ante estas palabras? No sé responder con precisión, pero creo que si la fe es una experiencia de atracción, será preciso colocarse dentro del “círculo magnético de Jesús” para sentirse atraídos por Él. Este “círculo magnético” consiste en salir de nosotros mismos e ir al encuentro de las personas necesitadas. Jesús mismo lo ha dicho con claridad: “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25). Solo el camino del amor nos puede ayudar a redescubrir la senda oculta de la fe.
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