Reconozco que los tres últimos días han sido intensos. Apenas he tenido tiempo para escribir mi cita diaria en este Rincón. Ayer celebramos la fiesta de san José, patrón de nuestra Curia General. Por la tarde nos reunimos con todos los claretianos de Roma para compartir informaciones recientes, la oración vespertina y la cena. El sábado animé un taller sobre Indagación Apreciativa con todos los miembros de los gobiernos generales de los Misioneros Claretianos y de las Misioneras Claretianas. Fue una jornada hermosa y creo que productiva. Volví a sorprenderme. Para los catorce participantes, el elemento más valorado de este método innovador que apunta a la trasformación de las personas y organizaciones fue la invitación a soñar, algo que solemos excluir en la vida ordinaria por considerarlo demasiado evanescente, cuando no peligroso. Hace unos meses escribí sobre esto: “Sueño, luego vivo”. Hoy quiero abordarlo desde otro punto de vista. Una persona que limita su vida a gestionar el presente puede que lleve una vida tranquila, pero no logra desarrollar su potencial. Solo los sueños tiran de nosotros hacia el futuro, nos hacen descubrir posibilidades ocultas, nos transforman de verdad. No se trata tanto de mirar al pasado (feed-back), como hacen los nostálgicos, cuanto de abrirnos al futuro (feed-forward). Las personas que se refugian en el pasado envejecen antes. Quienes imaginan el futuro mantienen siempre una actitud joven sin renunciar a la sabiduría que otorgan los años y sin eludir sus compromisos presentes.
La ciencia y la técnica nos ofrecen sueños tecnológicos sobre lo que nos espera en los próximos años o décadas. Se habla del coche del futuro, de la casa del futuro… y hasta de la medicina del futuro. Algunos llevan años imaginando también la Iglesia del futuro, aunque otros prefieren hablar del futuro de la Iglesia. No sabemos bien lo que sucederá. Comprendo a aquellos que recelan de los relatos de ciencia ficción. Yo mismo soy poco aficionado a ellos. Con respecto a la Iglesia sabemos, más o menos, lo que han deparado sus dos mil años de existencia, pero no tenemos ni idea de lo que ocurrirá dentro de cincuenta o cien años. Algunas variables son predecibles, pero las más importantes se nos escapan. El Espíritu Santo se encarga de jugarnos “malas pasadas”, de echar por tierra nuestros castillos de naipes y de sorprendernos con movimientos inesperados. ¿Quién podía prever el “fenómeno Francisco” hace solo siete u ocho años, cuando se respiraba una atmósfera cargada, cuando parecía que los escándalos estaban haciendo naufragar la barca de Pedro? Hoy, por ejemplo, comprobamos que las estadísticas europeas de participación en la vida eclesial bajan cada año, pero eso no significa que, dentro de diez o veinte años, no se produzca un vuelco. Se pueden hacer previsiones, más o menos fundamentadas, en el campo de la ciencia, pero pocas en el campo de la espiritualidad. Algunos lo intentan. Casi siempre se equivocan.
Soñar no es lo mismo que prever o programar. Y mucho menos equivale a evadirse o fabular. La “imaginación profética” no es lo mismo que la ciencia ficción o que la estadística. La Indagación Apreciativa nos invita a soñar, no simplemente a formular hipótesis. La Palabra de Dios va mucho más lejos. El “sueño” para la Biblia no es una quimera o el fruto de la inteligencia humana, sino un lugar de revelación. Todo sueño provocado por el Espíritu Santo es un boquete por el que anticipamos el futuro de Dios en el presente. Me llama la atención que en un conocido texto del profeta Joel los sueños se atribuyen a los ancianos: “Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones.” (Joel 3,1). El evangelio de Lucas dice que al anciano Simeón, “le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor” (Lc 2,26). Se trata de un “sueño” cumplido. Soñadores fueron Jacob (cf. Gn 28,10-19), su hijo José (cf. Gn 37,5-35) y la mayoría de los profetas que soñaron el futuro de Dios para un pueblo infiel, humillado y desterrado. El “sueño de Isaías” es de una belleza deslumbrante: “Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, descollando entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,4). Nos deja boquiabiertos y con el corazón encendido.
Parece que hoy no abundan los soñadores, sino, en el mejor de los casos, los gestores. Esto es aplicable, sobre todo, al campo de la política, pero puede extenderse también a la Iglesia. No puede haber soñadores cuando nuestro tiempo y nuestra atención están centrados en hacer cosas, en sacar adelante las tareas asignadas, en gestionar el presente. Los soñadores, sin dejar de ganarse el pan con el sudor de la frente, son hombres y mujeres contemplativos. No se limitan a hacer. Dedican tiempo a ver y escuchar. Recuerdan el pasado con gratitud, viven el presente con pasión, pero, sobre todo, imaginan el futuro con esperanza. Son hombres y mujeres con una sensibilidad especial para percibir los signos del Espíritu; es decir, las luces que se encienden para iluminar el camino que nos aguarda. Creo que el papa Francisco tiene mucho de soñador, por más que, tras un lustro de pontificado, algunos opinan que su magisterio tiene más de apariencia que de calado. En el discurso que ayer dirigió a los jóvenes que participaron en la reunión pre-sinodal, celebrada en el colegio internacional Mater Ecclesiae de Roma, compartió algunos de sus sueños con respecto a la vocación de los jóvenes en la Iglesia y en el mundo. No les recordó solo los peligros y límites (como suele ser frecuente en las intervenciones eclesiásticas), sino que los retó a ir más allá, a soñar, a imaginar, a no dejarse dominar por la apatía y la rutina. Si entendéis italiano, os invito a leer el discurso completo. Merece la pena. Creo que necesitamos avivar nuestra capacidad de soñar, en el mejor sentido de la palabra. Si no, es muy difícil vivir una fe comprometida y alegre.
La ciencia y la técnica nos ofrecen sueños tecnológicos sobre lo que nos espera en los próximos años o décadas. Se habla del coche del futuro, de la casa del futuro… y hasta de la medicina del futuro. Algunos llevan años imaginando también la Iglesia del futuro, aunque otros prefieren hablar del futuro de la Iglesia. No sabemos bien lo que sucederá. Comprendo a aquellos que recelan de los relatos de ciencia ficción. Yo mismo soy poco aficionado a ellos. Con respecto a la Iglesia sabemos, más o menos, lo que han deparado sus dos mil años de existencia, pero no tenemos ni idea de lo que ocurrirá dentro de cincuenta o cien años. Algunas variables son predecibles, pero las más importantes se nos escapan. El Espíritu Santo se encarga de jugarnos “malas pasadas”, de echar por tierra nuestros castillos de naipes y de sorprendernos con movimientos inesperados. ¿Quién podía prever el “fenómeno Francisco” hace solo siete u ocho años, cuando se respiraba una atmósfera cargada, cuando parecía que los escándalos estaban haciendo naufragar la barca de Pedro? Hoy, por ejemplo, comprobamos que las estadísticas europeas de participación en la vida eclesial bajan cada año, pero eso no significa que, dentro de diez o veinte años, no se produzca un vuelco. Se pueden hacer previsiones, más o menos fundamentadas, en el campo de la ciencia, pero pocas en el campo de la espiritualidad. Algunos lo intentan. Casi siempre se equivocan.
Soñar no es lo mismo que prever o programar. Y mucho menos equivale a evadirse o fabular. La “imaginación profética” no es lo mismo que la ciencia ficción o que la estadística. La Indagación Apreciativa nos invita a soñar, no simplemente a formular hipótesis. La Palabra de Dios va mucho más lejos. El “sueño” para la Biblia no es una quimera o el fruto de la inteligencia humana, sino un lugar de revelación. Todo sueño provocado por el Espíritu Santo es un boquete por el que anticipamos el futuro de Dios en el presente. Me llama la atención que en un conocido texto del profeta Joel los sueños se atribuyen a los ancianos: “Después derramaré mi espíritu sobre todos: vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones.” (Joel 3,1). El evangelio de Lucas dice que al anciano Simeón, “le había comunicado el Espíritu Santo que no moriría sin antes haber visto al Mesías del Señor” (Lc 2,26). Se trata de un “sueño” cumplido. Soñadores fueron Jacob (cf. Gn 28,10-19), su hijo José (cf. Gn 37,5-35) y la mayoría de los profetas que soñaron el futuro de Dios para un pueblo infiel, humillado y desterrado. El “sueño de Isaías” es de una belleza deslumbrante: “Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor, descollando entre los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él confluirán las naciones, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas, porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la Palabra del Señor. Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra” (Is 2,4). Nos deja boquiabiertos y con el corazón encendido.
Parece que hoy no abundan los soñadores, sino, en el mejor de los casos, los gestores. Esto es aplicable, sobre todo, al campo de la política, pero puede extenderse también a la Iglesia. No puede haber soñadores cuando nuestro tiempo y nuestra atención están centrados en hacer cosas, en sacar adelante las tareas asignadas, en gestionar el presente. Los soñadores, sin dejar de ganarse el pan con el sudor de la frente, son hombres y mujeres contemplativos. No se limitan a hacer. Dedican tiempo a ver y escuchar. Recuerdan el pasado con gratitud, viven el presente con pasión, pero, sobre todo, imaginan el futuro con esperanza. Son hombres y mujeres con una sensibilidad especial para percibir los signos del Espíritu; es decir, las luces que se encienden para iluminar el camino que nos aguarda. Creo que el papa Francisco tiene mucho de soñador, por más que, tras un lustro de pontificado, algunos opinan que su magisterio tiene más de apariencia que de calado. En el discurso que ayer dirigió a los jóvenes que participaron en la reunión pre-sinodal, celebrada en el colegio internacional Mater Ecclesiae de Roma, compartió algunos de sus sueños con respecto a la vocación de los jóvenes en la Iglesia y en el mundo. No les recordó solo los peligros y límites (como suele ser frecuente en las intervenciones eclesiásticas), sino que los retó a ir más allá, a soñar, a imaginar, a no dejarse dominar por la apatía y la rutina. Si entendéis italiano, os invito a leer el discurso completo. Merece la pena. Creo que necesitamos avivar nuestra capacidad de soñar, en el mejor sentido de la palabra. Si no, es muy difícil vivir una fe comprometida y alegre.
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