Disfruto mucho con mi trabajo, aunque las numerosas reuniones de estas semanas para aprobar balances y presupuestos me cansan bastante. Es algo
necesario, pero, como es obvio, no constituye mi dedicación fundamental. Mi trabajo misionero tiene otros frentes más atractivos. Reconozco
que soy un privilegiado. Hago lo que me gusta y, además, lo hago en equipo con
excelentes compañeros. Por desgracia, no todos pueden afirmar lo mismo en la sociedad competitiva en la que vivimos. Un
experto en psicología laboral considera que hoy la
ayuda mutua en el trabajo ha desaparecido. Cada uno va a lo suyo para sobrevivir. Pienso en todas las personas que necesitan dos horas o más para desplazarse
desde su hogar hasta el lugar del trabajo. Pienso en los que forman parte de
una cadena de montaje y se sienten más robots que personas. O en los que son obligados a tareas extenuantes. Imagino a quienes
trabajan en oficinas de atención a los clientes y se ven obligados a mentir
porque algún jefe sin escrúpulos se lo ha pedido. Me acuerdo de los hombres y mujeres que, tras
muchas horas de trabajo, reciben un sueldo miserable, de los trabajadores que ven mermada su
nómina por impuestos desorbitados, de quienes aguantan día tras día a jefes
incompetentes, de los que se sienten acosados (el asqueroso mobbing) y no pueden defenderse, de las mujeres que reciben salarios muy inferiores a los de sus compañeros varones, de los empleados que no pueden expresar
sus opiniones y se ven obligados a acatar las órdenes estúpidas de sus jefes… En fin, la lista de agravios es interminable. Hay profesiones − sobre todo, las que incluyen
una atención directa a las personas (en el campo educativo y sanitario, sobre todo) – que acaban quemando a muchos, víctimas del síndrome
de desgaste profesional.
Conozco de cerca a varias
personas que siempre están hablando mal de sus condiciones laborales. No les
gusta lo que hacen y no soportan a sus jefes y compañeros. Se van consumiendo
poco a poco casi sin darse cuenta. El trabajo constituye para ellas un verdadero potro de tortura. Lo
mantienen porque no tienen otra alternativa, porque “de algo hay que vivir”. A veces, al síndrome del “quemado”
unen un particular “síndrome de Estocolmo”. Por paradójico que resulte, acaban creando
una gran dependencia afectiva del lugar y de la ocupación que dicen odiar. No los soportan, pero no pueden prescindir de ellos. ¿Cómo es posible pasar ocho o más horas al día
haciendo algo que se considera nocivo y que no se ve como una oportunidad de
crecimiento personal? Y así un día tras otro, un mes tras otro, un año tras
otro. Tengo la impresión de que hemos creado un tipo de sociedad tan absurda
que, en vez de imaginar y crear trabajos “a medida del ser humano”, obligamos al ser
humano a adaptarse a los trabajos y luego gastamos ingentes cantidades de
dinero en paliar las consecuencias negativas producidas por esos trabajos insanos
(estrés, baja autoestima, depresión, cáncer….). ¿No sería mejor poner el trabajo al servicio del
hombre y crear condiciones que favorecieran la compatibilidad entre la vida
laboral y la familiar? Lo que, a corto plazo, puede mermar la productividad y
encarecer el proceso, a largo plazo redundaría en una mayor capacidad de
generar riqueza sin los altos costes sociales del absurdo sistema actual.
¡Qué afortunados son
quienes pueden contribuir al bien de la sociedad haciendo lo que les gusta y
para lo que están capacitados! ¡Y haciéndolo a su ritmo, sin las presiones
externas de quien marca los objetivos y tiempos! Es probable que
algunas personas sometidas al estrés actual ganen más dinero que los
trabajadores autónomos que se organizan a su modo, pero, ¿a qué precio? ¿De
verdad compensa incrementar los ceros de la cuenta corriente a costa de no
disponer de tiempo para las relaciones personales, poner la salud al límite y contaminar
de agresividad la vida social? He conocido a varios ejecutivos que han
renunciado a su estresado ritmo laboral –y, en consecuencia, a su tren de vida– y han optado por una vida sobria y armónica. Para ello, no es necesario
largarse a
los bosques de Siberia, ni siquiera abandonar la ciudad y refugiarse en
la tranquilidad de la vida rural. Se necesita, sobre todo, una oportunidad y –digámoslo
claramente– una fuerte decisión. El trabajo tóxico es como la droga: acaba
creando adicción. A pesar de que hace daño, no es fácil desengancharse de
él. O, lo que es peor, no es fácil encontrar una alternativa en tiempos de precariedad, pero hay que
buscarla antes de que sea demasiado tarde. No merece la pena gastar en terapias
el dinero ganado a base de un trabajo inhumano.
Un guiño, Gonzalo: nunca nos acordamos de los buenos jefes, estupendos q los hay, y q lo pasan fatal también x la incompetecia de sus empleados. De entrada el jefe es malo....yo he tenido la suerte de tener buenos jefes. Me parece justo nombrarlos también, q a veces se les hace la vida imposible.
ResponderEliminarLlevas razón. La entrada de hoy hace referencia solo al trabajo tóxico. Por eso, se habla de jefes incompetentes. En justicia, tiene que ser completada con una reflexión sobre el trabajo creativo y, por tanto, con la referencia a los responsables que apoyan a los trabajadores. No te preocupes.
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