Hoy se cumplen cinco años de la elección de Jorge Mario Bergoglio como obispo de Roma. Va abriéndose camino la primavera de Francisco. Estos días se están multiplicando los análisis
y valoraciones.
Con el paso del tiempo, no todo son loas y aplausos. Las críticas, con o sin
fundamento, se han multiplicado en los últimos dos años. Gracias a Dios,
disfrutamos de libertad de expresión, también en el seno de la Iglesia, para
opinar abiertamente. Sin embargo, en
muchos casos las supuestas opiniones se convierten en puras y odiosas calumnias. Son
los riesgos de la sociedad de la información en la que cualquiera puede
convertirse en periodista u opinador. Basta que disponga de un teléfono móvil o de un ordenador conectado a internet. Yo quisiera tomar distancia del ruido
mediático y ver las cosas con un poco más de perspectiva histórica. Hace
poco acaba de publicarse en español el libro Los
Papas. Una historia, en el que el historiador inglés John Julius Norwich
hace un repaso de los casi 300 sucesores de Pedro, poniendo de relieve las
limitaciones. incoherencias y pecados de algunos de ellos. Hoy muchos periodistas hacen también
esa labor. Reconozco que material no falta, pero los pequeños relatos cotidianos pueden hacernos perder de vista el
horizonte y distorsionar el verdadero significado del ministerio petrino. Como hoy dispongo de un poco más
de tiempo, me extenderé también un poco más de lo normal.
En mis 60 años de vida he
conocido a siete papas, un número perfecto. Bueno, el verbo “conocer” hay que
entenderlo en el sentido más amplio posible. En realidad, solo con los tres últimos
he tenido algo parecido a un pequeñísimo
trato personal. Nací diez meses antes de la muerte de Pío XII (1932-1958), viví mis primeros años bajo la
sombra bondadosa de Juan XXIII (1958-1963), cuyo cuadro veía en la casa de mis abuelos. Toda mi adolescencia y juventud estuve acompañado por el magisterio de Pablo VI (1963-1978), un Papa al que todavía hoy leo con
fruición. Su sensibilidad moderna y su estilo literario me fascinan. Mis años de
ministerio sacerdotal coinciden con el largo pontificado de Juan Pablo II
(1978-2005). Mi trabajo en Roma, aunque empezó dos años antes de la muerte del
Papa polaco, se ha desarrollado, sobre todo, durante los pontificados de Benedicto XVI (2005-2013)
y Francisco (2013-…).
No me olvido, por supuesto, de los 33 días que Juan Pablo I estuvo en la sede de Pedro en 1978, el año de los
tres Papas. Es imposible hablar de los siete con un mínimo de rigor en el espacio de una entrada de blog. Me
limitaré a trazar unas pinceladas gruesas de los tres últimos. No pretenden ni
mucho menos sintetizar su rica personalidad y menos aún juzgar su ministerio. Son
solo impresiones a vuela pluma que preparan una conclusión final en la que sí creo
firmemente.
Juan Pablo II venía de la
Polonia comunista. Era el primer Papa no italiano después del holandés Adriano VI (1522-1523). La Iglesia latina se abría al mundo
eslavo. Estos datos no son suficientes para entender su recia personalidad y su nuevo estilo
de ministerio, pero ofrecen claves esenciales. Para él la fe era un tesoro que
tenía que ser preservado de las amenazas externas (sobre todo, del comunismo). La Iglesia era una roca en el mar embravecido de la historia. Aprendió a sufrir.
Venía de un país sometido al yugo soviético. Frente a la actitud martirial
de sus compatriotas polacos, veía a la Iglesia de Occidente, sobre todo al principio de su ministerio, como una Iglesia
demasiado aburguesada y contemporizadora, incapaz de hacer frente al
secularismo que la estaba desangrando. Se sintió en la obligación de ayudarla a
despertar, a recuperar sus raíces cristianas y desplegar una actitud de resistencia y de lucha, ayudado por el
espíritu combativo de los llamados “nuevos movimientos
eclesiales”. Creía firmemente que Jesucristo es el Redemptor hominis, el Redentor del ser humano. Desde esta clave, enriquecida por su honda piedad mariana (Totus tuus), abordaba todo. Sus dotes de actor imprimieron al ejercicio de su ministerio un
tono teatral. Le gustaba actuar, en
el más noble sentido de la palabra. Su dominio de la escena era total. Llenaba
el espacio con su cuerpo atlético y su manera de situarse. Su voz, en los
mejores tiempos, tenía un empaque bíblico. Su capacidad para hablar en diversas
lenguas lo acercaba a gentes de todo el mundo. Fue un Papa excesivo en casi todo (duración de su
pontificado, número de viajes hechos, lugares visitados, documentos escritos, personalidades encontradas…). Las veces que lo
saludé sentí −como
creo que no me ha sucedido con ninguna otra persona− que emanaba de él una energía
especial. Recuerdo una vez que concelebré con él en su capilla privada. Debió
de ser hacia finales de los años 80. Al acabar la misa, se arrodilló en el
reclinatorio. Me parecía estar contemplando a un místico.
Benedicto XVI es un
bávaro culto. Llegó a la sede de Pedro después de casi 25 años como Prefecto (1981-2005)
de la Congregación
para la Doctrina de la Fe. Yo
diría que llegó ya “cansado” de lidiar con muchos graves problemas de la
Iglesia de finales del siglo XX. No es extraño que, casi ocho años después,
renunciara por “falta
de fuerzas” para seguir llevando el timón de la Iglesia. Su formación
teológica era mucho más rica que la de Juan Pablo II. Se sentía cómodo en su
misión de profesor. Concibe la Iglesia
como una comunidad que acoge y enseña. Profundidad y claridad son sus
características. Es demasiado tímido para actuar en público, al estilo de su
predecesor. Si pudiera, desaparecería de la escena. No le gusta aparecer sino
hacer. Si hay algún dicho latino que se le pueda aplicar, me inclinaría por
este: suaviter in modo, fortiter in re.
Es delicado en las formas y muy firme en el fondo. Representa el diálogo entre la
fe y la razón, entre Tradición y modernidad, pero con un tono más académico que
el usado por Pablo VI, sin la fantasía literaria y pastoral del italiano. Su
magisterio ayudó a clarificar posturas, a hacer un discernimiento serio sobre
muchas de las principales cuestiones que afectan al cristianismo contemporáneo.
Su aprecio de la liturgia y de la música culta son también indicadores de su
forma de entender la realidad. En un seguidor de san Agustín, la via pulchritudinis (es decir, el camino
de la belleza) es imprescindible para acercarnos al Misterio de Dios. La última
vez que lo vi de cerca fue el 2 de febrero de 2013, ocho días antes de su
renuncia. Lo encontré tan agotado, tan “fuera de este mundo”, que pensé que moriría
en las próximas semanas o meses. Han pasado ya cinco serenos años desde
entonces. Su muerte será como su vida: suaviter
in modo, fortiter in re. Se irá apagando como una vela que luce hasta
consumirse.
Hace cinco años llegó
Francisco “casi
desde el fin del mundo”. Argentino de origen italiano, jesuita y pastor
en la enorme arquidiócesis de Buenos Aires. ¡El primer Papa americano de la
historia! No tiene las dotes de actor de Juan Pablo II, pero es un maestro de
la gestualidad. Le encanta “llamar la atención”, en el más pastoral sentido de
la palabra. Un día lo hace yendo a comprarse unas gafas nuevas en una óptica
cercana a la Plaza del Pueblo; otro, llevando su vieja cartera negra en la mano
mientras sube la escalerilla del avión… No tiene la sistematicidad de Benedicto
XVI, pero sabe ser conciso y presentar los mensajes de una manera que la gente
enseguida entiende lo que quiere decir (y, a veces, lo que no quiere). Le gusta
la espontaneidad, la cercanía con la gente, sobre todo con los pobres. No da puntada sin hilo. También
le gusta mandar. Yo diría que es el más estratega y el más gobernante de los
tres. Para él la Iglesia es, sobre todo,
un hospital de campaña en este mundo
lacerado por tantas injusticias y problemas. Sabe que no dispondrá de
tiempo para recoger muchos frutos. Se preocupa, sobre todo, de sembrar semillas
de renovación desde su experiencia de Iglesia latinoamericana. Le gusta hablar
de procesos más que de proyectos. Tiene ese toque popular que en ocasiones
linda con el populismo a ojos de algunos europeos. Ha conseguido desplazar el
acento del diálogo fe-razón al diálogo fe-justicia. Cree profundamente que el
Evangelio es, ante todo, una experiencia de alegría y misericordia. Como a san Juan Pablo II, le
gusta también encontrarse con los grandes
del mundo, pero para acercarles las luchas de los pequeños (o de los descartados, como suele decir). La única vez que pude hablar con él percibí una
gran cordialidad, una alegría espontánea alejada de todo protocolo.
Es curioso que, de los
siete, dos han sido ya canonizados
(Juan XXIII y Juan Pablo II) y uno
(Pablo VI) lo será el próximo mes de
octubre. De los otros dos ya fallecidos (Pio XII y Juan Pablo I) están
introducidas las causas de beatificación. Creo que no ha habido ningún otro período
de la historia de la Iglesia en el que hayamos contado con Papas de tanta talla
humana, intelectual y cristiana. Todos
ellos han sido hijos de su espacio y de su tiempo. Han tenido aciertos y han cometido errores. Lo que para algunas
personas constituye una limitación (Juan Pablo II era demasiado polaco, Benedicto XVI es demasiado alemán y Francisco es demasiado
argentino), para mí constituye un hermoso ejemplo de la encarnación de la
Iglesia en la historia concreta de la humanidad. No son seres bajados del
cielo, impolutos, sino hombres de carne y hueso, expuestos a los vaivenes históricos. Pero, en medio de ellos, constituyen la mediación humana de que Dios se ha servido para
guiar a su Iglesia a lo largo de las últimas décadas. En cada momento, el Papa
elegido ha acentuado algún armónico esencial de la fe cristiana. Me parece que
Juan Pablo II subrayaba más la verdad;
Benedicto XVI, la belleza; y
Francisco, la bondad. Si nos fijamos
en estos acentos por separado, el resultado se parece más a una caricatura que
a una imagen. Pero si los contemplamos unidos, con perspectiva histórica,
caemos en la cuenta de que el Espíritu ha estado dibujado un hermoso y complejo
camino de maduración en la fe. Solo una
visión de largo alcance nos permite entender mejor el camino que hemos
recorrido. No solo no me escandalizo de los aspectos
humanos de los Papas, sino que dejaría
de creer en ellos si éstos no aparecieran con claridad. La nuestra es una fe que se hace carne.
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