Anteayer, 9 de
enero, murió en Leeds (Reino Unido) el pensador de origen polaco Zygmunt Bauman.
Tenía 91 años. La prensa y las redes sociales se han hecho amplio
eco de su fallecimiento. Es muy probable que bastantes lectores de este
blog no sepan quién era Bauman. Desde
luego, no era tan famoso como Cristiano
Ronaldo, Meryl Streep (de la
que quizá hable mañana) o el mismísimo Donald
Trump, aunque para algunos era en sus últimos años algo así como una
estrella pop de la sociología. ¿Quién fue, en realidad, este hombre del que
se ha hablado tanto en los últimos días? Desde el punto de vista profesional,
fue sociólogo, filósofo y ensayista. Su origen judío, su vinculación al
marxismo, su vida en su Polonia natal (1925-1968) –con un intervalo en la Unión
Soviética– y luego su periplo por Israel, Estados Unidos y Canadá hasta recalar
en el Reino Unido (1971-2017) nos ayudan a comprender algunas claves de su
pensamiento crítico. Recibió el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades
en 2010, junto con el sociólogo francés Alain Touraine. Es
imposible resumir su reflexión en un simple post.
Por otra parte, estos días se han publicado muchos
resúmenes que permiten hacerse una idea básica. A mí me interesa
fijarme solo en algunos aspectos que ayudan a comprender muchas de las cosas
que nos están pasando, también en el ámbito de la religión.
Bauman no fue
tanto un pensador posmoderno cuanto un crítico
de la modernidad –que, según su particular interpretación, comenzó tras el
terremoto de Lisboa de 1755– a la que acusaba de haber sido productora de “residuos
humanos”. Por otra parte, consciente de las consecuencias de la globalización del
mundo contemporáneo, exploró a fondo cómo podemos convivir con los otros en las
sociedades heterogéneas y multiculturales. Según él, existen tres estrategias
principales: la separación del otro excluyéndolo (estrategia émica), la asimilación del otro despojándolo de su
otredad (estrategia fágica) y la
invisibilización del otro para que desaparezca del propio mapa mental. Parece
claro que la xenofobia creciente en muchos lugares de Europa y de Estados
Unidos apunta a la primera estrategia.
Otro de los conceptos
que lo han hecho famoso es el de “modernidad
líquida”. Puesto que ya no existe un télos común, un fin único (sea éste Dios, la sociedad sin clases o
la familia), cada uno ha de construirse una identidad flexible, versátil, que
busque la propia realización con independencia de los demás. Ya no podemos
ampararnos en una idea estable de Dios o de la familia o del trabajo para toda
la vida. El mismo Bauman lo explicaba así: “Estamos
acostumbrados a un tiempo veloz, seguros de que las cosas no van a durar mucho,
de que van a aparecer nuevas oportunidades que van a devaluar las existentes. Y
sucede en todos los aspectos de la vida. Con los objetos materiales y con las
relaciones con la gente. Y con la propia relación que tenemos con nosotros mismos,
cómo nos evaluamos, qué imagen tenemos de nuestra persona, qué ambición
permitimos que nos guíe. Todo cambia de un momento a otro, somos conscientes de
que somos cambiables y por lo tanto tenemos miedo de fijar nada para siempre”.
Esta falta de convicciones sólidas nos impide discernir si los avances científicos
y tecnológicos juegan a nuestro favor o en contra de nosotros. Nos sentimos
como “llevados por las circunstancias”, sin capacidad de reacción, seducidos
por los últimos teléfonos inteligentes, hasta el punto de que muchos se
preguntan: ¿Nos
hace la tecnología más felices que Dios?
Bauman reconoce
que hay personas que perciben esta inconsistencia y quisieran cambiar, pero no
saben qué hacer. Tenemos muchos instrumentos de análisis, pero nos sentimos paralizados a la hora de aplicar soluciones eficaces. Esta combinación de lucidez e impotencia nos hace infelices. Hablamos y hablamos, pero todo parece seguir un curso inexorable: “Hoy hay una enorme cantidad
de gente que quiere el cambio, que tiene ideas de cómo hacer el mundo mejor no
sólo para ellos sino también para los demás, más hospitalario. Pero en la
sociedad contemporánea, en la que somos más libres que nunca antes, a la vez
somos también más impotentes que en ningún otro momento de la historia. Todos
sentimos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada. Somos un
conjunto de individuos con buenas intenciones, pero que entre sus intenciones y
diseños y la realidad hay mucha distancia”. ¿Cómo se colma esa distancia?
Me he detenido un
poco en estas cuestiones que puede parecer muy teóricas porque nos obligan a
preguntarnos por el significado de la fe
cristiana en este contexto líquido. En contra de lo que pudiera parecer,
la fe es, al mismo tiempo, sólida y líquida, hunde sus raíces en el pasado y está
siempre abierta al futuro. Por una parte, “la
Palabra de Dios permanece para siempre” (Is 40,8; 1 Pe 1,25) y por otra, “el Espíritu os irá guiando a la verdad completa”
(Jn 16,13). Esta “imposible” síntesis de solidez
y liquidez es lo que nos permite tener
convicciones firmes, un télos claro
y, al mismo tiempo, estar abiertos a las novedades del futuro. Solo el Espíritu
Santo nos ayuda a vivir esta síntesis sin disolvernos. Por eso, los cristianos
nunca tememos el futuro. Es el territorio del Espíritu de Dios.
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