Después de un
viaje tranquilo llegué ayer a Nairobi hacia las 2 de la tarde, así que este es
mi primer post desde África. Aquí la temperatura es fresca y seca. Contrasta
con el calor húmedo de Roma. En el tramo Dubai-Nairobi he coincidido con cuatro
jóvenes españoles que pertenecen a una ONG y que viajaban también a Kenia como
voluntarios. En estos meses se multiplican las experiencias de este tipo.
El evangelio de
este domingo nos conecta con la experiencia que tanto subraya el papa
Francisco: la misericordia. La historia
que cuenta Lucas no tiene desperdicio. Afronta el problema humano por
excelencia: la división que hay en cada uno de nosotros entre lo que queremos
hacer y lo que, de hecho, hacemos. Es como si viniéramos con un defecto de fábrica.
Aquí no hay diferencias entre cristianos o no. Todos somos pecadores, incapaces
de traducir en obras lo que consideramos justo y bueno. Todos contaminamos el
mundo. Todos contribuimos a las injusticias, la violencia de diverso tipo, la
corrupción. Tendríamos que acordarnos siempre de las palabras de Jesús: El que esté libre de pecado, que tire la
primera piedra.
El fariseo que invita a Jesús a su casa no estaba hecho de otra pasta. Era también un hombre limitado y pecador. Tendría muchos motivos para ser comprensivo con los demás. Y, sin embargo, no fue capaz de entender la debilidad de la prostituta que unge los pies de Jesús. Y mucho menos el perdón que Jesús le brinda. Quizá sea éste el mayor de los pecados: la incapacidad de comprender y perdonar a los demás cuando todos vivimos de pura misericordia. Si se nos aplicara una justicia rígida e implacable, no quedaría uno con vida. Jesús se da cuenta de que quienes presumen de justos son los que, con frecuencia, no saben perdonar, porque su justicia no nace del amor sino del mero cumplimiento del deber. Por el contrario, quienes se sienten pecadores (como la mujer que le unge los pies) son capaces de amar y comprender. Por eso a ella se le perdonan los pecados.
El fariseo que invita a Jesús a su casa no estaba hecho de otra pasta. Era también un hombre limitado y pecador. Tendría muchos motivos para ser comprensivo con los demás. Y, sin embargo, no fue capaz de entender la debilidad de la prostituta que unge los pies de Jesús. Y mucho menos el perdón que Jesús le brinda. Quizá sea éste el mayor de los pecados: la incapacidad de comprender y perdonar a los demás cuando todos vivimos de pura misericordia. Si se nos aplicara una justicia rígida e implacable, no quedaría uno con vida. Jesús se da cuenta de que quienes presumen de justos son los que, con frecuencia, no saben perdonar, porque su justicia no nace del amor sino del mero cumplimiento del deber. Por el contrario, quienes se sienten pecadores (como la mujer que le unge los pies) son capaces de amar y comprender. Por eso a ella se le perdonan los pecados.
No hay forma
humana de aprender esta lección. Tropezamos una y otra vez en la misma
piedra. ¿Solución? Criticar menos los defectos de los demás, de la sociedad y
de la Iglesia (como si nosotros estuviéramos exentos de ellos) y tomar conciencia
de nuestras propias limitaciones. A quien mucho se le perdona, mucho ama.
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