Amedeo Cencini es
un sacerdote psicólogo muy conocido en Italia. Acaba de aparecer en español un
libro suyo que remueve las conciencias. Su título es muy largo: ¿Ha cambiado algo en la Iglesia después de los escándalos sexuales? Por si no fuera suficiente, le añade un subtítulo explicativo: Análisis y propuestas para la formación. Hay
muchas cosas que me han llamado la atención, pero quizá la que más me ha hecho
pensar ha sido una que Cencini resume así: “Los
vergonzosos y despreciables abusos sexuales de algunos son efecto de la
mediocridad general de todos en diferentes niveles”. Esta es una afirmación
grave que se aplica al caso de los abusos sexuales pero puede extenderse a otras esferas
de la vida social y eclesial; sobre todo, a la incultura de la corrupción.
Llevamos años despertándonos con nuevos casos de corrupción que salpican a
personajes conocidos de la vida social. Nos rebelamos contra ellos, expresamos nuestra
rabia, pedimos que las personas involucradas sean juzgadas, que devuelvan lo que han
robado, que se apliquen medidas ejemplares… Es una reivindicación justa y
comprensible. Pero lo que más nos cuesta es reconocer que tal vez esos casos conocidos de corrupción no son más que
la punta del iceberg de una mentalidad corrupta que afecta a una gran mayoría.
En otras palabras: que la mediocridad general, la falta de escrúpulos, la
cultura del triunfo, del enriquecimiento fácil, es el caldo de cultivo donde algunos más aprovechados se
lucran. No es comparable la corrupción de un político elegido democráticamente,
de un banquero o de un gran empresario con las pequeñas trampas que hace un
profesional autónomo o un trabajador contratado, pero, en el fondo, nacen de la misma raíz: la falta de
honradez y de responsabilidad social. Cuando la cultura del triunfo se coloca como aspiración suprema, no
importan los medios para ganar más. Los listos y aprovechados encuentran en este ambiente su clima ideal. ¿Qué hacer?
Recuerdo que en un
viaje que hice a la India hace diez años me quedé sorprendido por un discurso
que el presidente de entonces, Abdul Kalam -ingeniero aeroespacial de profesión, musulmán de religión, formado en el colegio católico de St. Joseph's en Tiruchirappalli (estado de Tamil Nadu)- dirigió al parlamento de su país. No me acuerdo de las palabras textuales, pero, hablando a los
niños, les dijo más o menos lo siguiente: “Vosotros estáis hartos de un país
corrupto como el nuestro. Es muy probable que las generaciones de vuestros
abuelos y de vuestros padres no cambien ya. Están demasiado marcadas por esta
forma de entender la vida. Pero os pido a vosotros, niños, que cuando lleguéis
a casa y observéis que vuestros papás no dicen la verdad o engañan, les digáis:
el presidente Kalam nos ha dicho que si queremos hacer un país diferente,
tenemos que ser honrados y decir la verdad. Basta de corrupción. Creo en el futuro, creo en una
generación de personas honradas. Vosotros sois mi esperanza”.
¿Cuántas personas
adultas podrían hablar en nuestro contexto occidental con la sinceridad y la grandeza moral del presidente Kalam? La mediocridad
general, la falta de fuertes ideales y principios éticos, es el terreno en el
que crecen los cardos de la corrupción, los abusos de todo tipo (incluyendo los laborales y sexuales), la explotación. No basta
cortarlos, porque volverán a crecer mañana. Hay que roturar el terreno y luchar
con fuerza en favor de una cultura de la verdad. Sin verdad y honradez no hay futuro.
Hola, estoy de acuerdo que sin verdad y honradez no hay futuro... y parece que cada día, si escuchamos las noticias, va en aumento la corrupción a todos niveles.
ResponderEliminarMe pregunto, si se dieran noticias de personas que van con la verdad y honradez por delante, la gente ¿cambiaríamos un poco la visión de nuestro mundo y como consecuencia el comportamiento? ¿ayudaría a cambiar nuestras prioridades?